La taza del diablo
“La perfecta taza de café debe ser tan negra como el diablo, caliente como el infierno, pero pura como un angel y dulce como el amor”.
Talleyrand.
Salvador Hernández Vélez.
Viví mi niñez en un pequeño pueblo minero, Acacio, Durango. Todas las mañanas, al amanecer mi abuela Eloisa Cuevas nos recibía en la cocina con una taza de café con leche de chiva. Antes de ello mi hermano Martín, mi tío Gerardo y yo, ordeñábamos más de cincuenta cabras. Mientras ella preparaba el rito diario en una enorme olla de peltre. Hervía el agua, y cuando estaba en ebullición retiraba la olla del comal, calentado con leña, luego vaciaba el café molido en la olla, lo mezclaba con el agua hervida y lo regresaba a hervir un poco más, cuidando de no derramarlo sobre la chimenea. De esa forma todos podíamos saborear un delicioso café. Además nos elaboraba un té de salvilla con leche, también era muy agradable.
Mi hábito por saborear el café empezó desde niño, cuando me lo ofrecían con leche y un poco de azúcar. Radiqué en Durango en 1978 y ahí cambié mi manera de consumirlo. Realicé trabajo político al lado de varios compañeros, entre ellos, Adrián Macedo quien nos cambió el paradigma cafetero y nos enseñó a tomarlo sin azúcar ni leche. Adrián nos decía que no le pusiéramos azúcar porque lo echábamos a perder, si además le agregábamos leche arruinábamos tanto el café como la leche. Y remataba diciendo que cada uno tiene su propio sabor, así es como se deben disfrutar. Con estos sermones diarios aprendí a disfrutar el café negro. Adrián incluso nunca compraba el café molido, sino en grano y cada vez que lo preparaba molía la porción necesaria. Ahora descubro que Adrián profesaba el proverbio turco: “El café debe ser negro como el infierno: fuerte como la muerte y dulce como el amor”.
Mi cafeinismo inducido en cierta manera por mi abuela Eloisa, me ha llevado a saborear desde el café Colón preparado de forma elemental, a un americano, a un expreso con un toque de crema o una suave y delicada espuma, o bien a un capuchino, que lleva una parte de café expreso coronado con espuma de leche caliente, así llamado porque posee el color del hábito de los monjes Capuchinos. También he saboreado un latte, éste es una parte de café expreso servido con casi tres veces la misma cantidad de leche espumosa, hasta llegar a paladear un taza del café más caro del mundo, el Kopi Luwak, éste es el del mono y corona de los cafés gourmet.
En realidad no es un mono, es el gato de algalia, pequeño animal indonesio que habita en los árboles de la selva. Este gatito se come las bayas maduras del suelo y al pasar por sus jugos intestinales le suaviza la acidez, los pobladores de esos lugares limpian las heces del suertudo minino y con esos granos producen el mejor café del mundo. Un kilo de Kopi Luwak se cotiza en el mercado en alrededor de nueve mil pesos. Degusté mi primer taza de esta excentricidad a invitación de Lalo Olmos, quien a la vez me recomendó el libro “La taza del diablo. El café la fuerza impulsora de la historia” de Stewart Lee Allen. Esta obra es una verdadera travesía geográfica, histórica, antropológica y cultural del citado grano.
El café nació en Etiopía. Sus primeros amantes, los nómadas oromos no lo tomaban, se lo comían después de triturarlo, mezclado con grasa y en forma de pelota de golf. En cambio, la tribu ogaden lo preparaban con hojas. El té abisinio o kati elaborado con hojas tostadas de café, es quizá el abuelo del café.
Después de leer este libro: La taza del diablo, disfruto más mi cafeinismo. Los nativos de Harar una de las antiguas ciudades africanas más legendarias veneraban el café con la siguiente oración: “Una taza de café nos da paz / una taza de café hace que los niños crezcan / aumenta nuestras riquezas / nos protege contra el mal / nos da lluvia y hierbas”. Y en occidente la oración ante la primera taza de café del día es más o menos así: “Oh, taza mágica, ayúdame a soportar el terrible tráfico, no hagas que me enfurezca en el Metro y perdona a mi patrón como me perdonas a mí. Amén”.
Además de mi abuela y de Adrián quienes me enseñaron a tomar café, con la lectura de Stewart valoro más el ritual. El bun-qalle, esto es la primera taza de café del día, es como el arrancador, el lubricante intelectual para iniciar el día. También como sostiene Stewart: “En nuestra cultura, consumir una taza de café en una cita de negocios es un ritual universal. Concebido de este modo, una oficina moderna es un espacio tribal donde las tazas son sagradas”.
Otra idea que comparto de Stewart es que “el primer fruto de los cafés fue convertirse en un espacio de conspiración”. Y la mayoría de las conspiraciones fueron políticas. Fue en las cafeterías de París donde nació la Revolución francesa (1789-1799). Y la guerra civil norteamericana probó que el café aumenta la resistencia física de los soldados. Otras cafeterías se convirtieron en centros de las artes y las ciencias. Isaac Newton, por ejemplo, era asiduo visitante del Café Grecian. En Gran Bretaña además de detener la embriaguez en los lugares de trabajo, ya que los trabajadores tomaban cerveza en sus descansos a media mañana, las cafeterías les dieron a los ingleses una opción distinta a las tabernas para conversar y encontrarse.
Así pues el café fue algo más que un mero sustituto de la cerveza. El crítico social e historiador francés Jules Michelet se atreve a afirmar que el nacimiento de la civilización occidental ilustrada se debe a la conversión de Europa de una sociedad bebedora de cerveza a una de café. Pero también tenemos la opinión de Abd al-Qadir al-Jaziri: “Las cosas han alcanzado tal grado que las cafeterías están llenas de profesores, falsos místicos y holgazanes que no trabajan {...} tanto, que es imposible encontrar lugar para sentarse”.
Pero a pesar de que todo el café para unos es el arrancador del día, para otros una manera de finalizar una buena comida. Y ¿por qué no?: simplemente una oportunidad para sentarse y relajarse.
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