Si he sabido...
Arcelia Ayup Silveti.
Una tarde tranquila me dejó saber que entre mis personajes favoritos destaca Cuca, asistente doméstica en mi familia paterna. Trabajó con nosotros el tiempo preciso para darle la autoridad suficiente para levantar el plato, aunque no hubiésemos terminado de comer. Si respingábamos, nos advertía a mis hermanos y a mí: “Ya es mi hora de salida, si no terminas, tú tienes que lavar los trastes.” Con ella cerca a la mesa, debíamos mantenernos alerta de que no retirara los platos y demás objetos en uso. Volando picaba.
Era rápida para hacer los deberes. Caminaba aprisa. Me contaba una y otra vez la historia del niño Fidencio y sus grandes milagros. No conozco ninguna otra alabanza para los santos, más que las que ella cantaba. Tengo taladrado un fragmento. La recuerdo entre la escoba y el trapeador, muy concentrada en la letra, que dicho sea de paso, creo que era lo único que se sabía: “…me dijeron los doctores/ que era muy difícil mi caso/ y mi madre muy desconsolada/ me llevó para Espinazo…”. Ahora que investigué sobre el santo y la canción, es la historia de un soldado herido al que curó el niño Fidencio. La letra es similar a lo que ella entonaba.
Con mucha frecuencia Cuca se refería a “las cajitas”, los médiums que prestan su cuerpo al espíritu de Fidencio para realizar curaciones y conceder gracias. “Un día te voy a llevar, flaca, pero tú pagas. Yo ya fui a Espinazo, es como un pueblo fantasma, pero ahí vamos muchos con mi niño. Venden estampas, rosarios, comidita, hay música de acordeón y le cantan a mi santito. Ahí ves cómo los que entran bien enfermos, en muletas o en sillas de ruedas, salen fuertes. Él cura lo que los doctores no pueden.”
Tenía un encanto, porque para cada situación, Cuca tenía el dicho justo. Siempre coreaba puras que la calaban, las de José Alfredo Jiménez eran sus preferidas. Suspiraba por él y decía: “Hay mi José Alfredo, pa´ que te juites si eras tan bueno. Si estuvieras aquí y que Dios me castigara contigo, papacito”.
Su amor terrenal era Leobardo, al que nunca conocí más que de nombre. Le jugó chueco. La despojó de sus ahorros, y un día, así, sin más, el mentado Leobardo y su amante le propinaron una golpiza, que casi le rompen la nariz a la entonces alegría de la familia. Cuando llegó Cuca al día siguiente a mi casa de origen, la miramos atónitos y nos dijo: “Es porque me quiere, cuando se aburra de la otra, va a volver conmigo”. No servían las opiniones de todos contra el hecho. Estaba enamorada. Le mostré folletos de centros de ayuda y me contestó: “Como no sé ler ni en los anuncios me fijo”. Le reviré con uno de sus propios dichos: “Tan charros y a pie”, para argumentarle que si era tan bueno como ella lo dibujaba en su interior, no era posible que le pusiera las manos encima.
La máxima que tengo en mi memoria es una escena en la que la vi disgustada con su mamá. No supe el contexto de la disputa. Su mamá estaba muy alterada, y Cuca le dijo, para calmarla un poco: “No te calientes, granizo”. Seguía la discusión. Al final, aventó uno que le ha valido ser el mejor dicho de su historia: “Si he sabido que te cagas, ni el calzón te pongo”. Se quedó para la posteridad.
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