Don Ancina de Cuauhtémoc
José Flores Ventura
Don Ancina, hombre de los de antes, ya sabio anciano como pocos no atinaba a recordar los tiempos vividos en su pueblo natal en el semidesierto del sur deSaltillo. Con frases recortadas por lagunas de memoria perdida nos relataba, bajo un mezquite a orillas del pueblo, de tiempos difíciles de pocas lluvias o de inundaciones cuando las había en demasía. Contaba bien de tormentas o huracanes, de cometas, rarezas celestiales hasta ovnis y espíritus de ambulantes por estos antiguos lares.
Don Ancina no era su nombre, se llamaba Martín pero un día cuando tramitó su credencial de elector le preguntaron su apelativo, este les dijo con campirana autoridad: -”¡Martín Becerra Trejo y ancina quiero que me digan!”- y ancina le empezaron a decir.
Mencionaba mucho que en su niñez se oía hablar del “chan”, un espíritu que salía a orillas de cuerpos de agua y a las mujeres y niños los hacía correr del susto, éste era un ancestro chamán que ataviado con pieles y plumas reclamaba natural sus tierras por siglos perdidas. Mencionaba también que en una ocasión un oso secuestró a una bella y joven mujer llevándosela a vivir en una cueva en la espesura del bosque, y jamás supieron de ella hasta que tiempo después vieron bajar a unos niños en exceso peludos; buen pretexto para decirle a un sancho, pensé, ya que por aquellos años habían llegado al pueblo unos leñadores que les decían “los osos” por estar fornidos y velludos.
Minas abandonadas con tesoros escondidos esperando que el más osado los encuentre, relaciones con canastos de centenarios que se aparecen, cuevas que se abren en cuaresma y cierran al acabar el día, leyendas rurales clásicas que no faltan en un pueblo pero que contadas por don Ancina adquieren singular atracción.
Se llenaban de brillo sus ojos al comentar de las bellezas naturales de sus montes como en la espesura de los bosques de oyameles y los venados recorren las aun vírgenes praderas muy arriba en las cumbres. Mención hace del olor de la menta en las veredas anexas a los arroyos o el hierbanis después de llover, del aroma de los pinos que lo acompaña al ir a cazar conejos, el cielo azul profundo con nubes aborregadas y noches de oscuras estrelladas entre las cumbres de las montañas.
Recordar su juventud le hacia orgullecerse ya que no había pelao que atreviera a enfrentársele por ser fornido tallador de lechuguilla y leñador en Astilleros ahora ejido Cuauhtémoc. Briago, peleonero, mató en una ocasión a un hombre por faltarle al respeto a su novia la cual cuando salió de la cárcel la encontró ya casada con el hermano del que había matado, con cinco chilpayates y cincuenta kilos de más. “Al cabo que no la quería”, dijo al verla en esta condición y se refugió en una cabaña escondida en la serranía hasta nuestros días.
La última anécdota fue en estos pasados tiempos electorales, ya que no le dejaban votar por llevar puesta una maltrecha camiseta del partido que robó los colores patrios, entre discusiones a favor y en contra halló la solución que fue de voltearse al revés la camiseta y así ejerció el derecho de todo ciudadano. Al irse se devuelve diciéndoles: “Alcabo y ni voté por este pin... partido, y vine porque ya me tienen hasta la chin… con su 1, 2 y 3”, y salió encanijado rumbo a la sombra de aquel mezquite -que le hacía compañía desde mucho tiempo atrás- a resguardarse del calor y de recordar pasados tiempos mientras su vista se pierde en las siluetas de las montañas lejanas.
No atino a entender la vida de don Ancina o Martín, no sé si es héroe o mártir de las circunstancias de la vida, cuando ya cayendo el atardecer se levanta y sin despedirse se va para su cabaña hasta el otro día que vuelva a aquel viejo mezquite o hasta que ya no se levante más.
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