Oteando la distancia y la tristeza
Con cariño a la memoria del
Ing. Juan José López González,
y a la gente del Pelillal.
Ariel Colín.
Todo era cuestión de tiempo, ya se venía venir; hacía cuatro años que se había negado el cielo a rebosar el campo abandonado. No podía ser peor la vista: un cielo gris, aborregado, con las nubes desgreñadas, bajas y largas de tan largas que se perdían a la distancia. Hasta la propia vegetación del desierto había resentido en su forma más aguda la falta del líquido de la vida, las yerbas aparecían zarrapastrosas, deshilachadas, quebradizas con el viento cálido que fustigaba y desgreñaba los brotes de las plantas que nunca crecieron ni se desarrollaron; eran los cosijos, los postigos que nunca maduraron; el cenizo nunca tuvo mejor nombre, la huapilla sólo eran puntas marchitas al viento, la candelilla una varas amarillas ausentes de vida, todo ello muerto, como la esperanza que quedó en la promesa de una nube pasajera que nunca prosperó, que solo pasó, que solo apareció en el horizonte y no dejo huella...como ese candidato a no sé que... y a los que regresaban no sé cada cuanto a pedir el voto pero que jamás volvían... estériles y después invisibles!!
Fidencio miraba hacia las montañas, desdeñoso le amedrentaba lo negro de las nubes, hacía tiempo que no las veía así. Tenía ese nombre, porque su madre se empeño en recordar al Niño Santo de esas latitudes y porque le había salvado la vida por esa enfermedad que tuvo cuando era niño, porque encontrar un Doctor era imposible, por acá era mas fácil ir a Saltillo o de plano a Monterrey porque nadie los atendía y de igual forma cuando llegaban las brigadas del gobierno para buscar los brotes de cólera que se daban de vez en cuando, solo les daban unos polvos en sobres y se alejaban hasta las próximas elecciones; por eso ese algodoncillo que lo atacó y lo dejó en los huesos tenía a su madre muy preocupada; no comía, no podía beber y ni lagrimas tenía; solo la divina advocación del Niño Fidencio fue quien lo ayudó de a "deveras"; aunque su madre no dudó en rezarle a San Pancho Villa, quien para entonces ya tenía un gran número de adeptos, pero ese Santito como le llamaba su abuela Nana estaba muy ocupado "haciendo muchas mercedes" y no les respondió rápido.
La desesperanza se había vuelto la compañera en esa tierra polvosa hastiada de sol, polvo tan fino que parecía que era talco, pegostioso con el sudor, pegado a la ropa, a la piel; era eterno compañero de los huaraches remendados que portaba, pero que sobre todo cubría el alma y no la dejaba descansar, mucho menos respirar!
La poca siembra que había intentado había fracasado, el maíz solo creció un palmo ayudado del agua del bordo, pero el sol la desecó; igual sacó del lodo las pequeñas tortugas que al no tener con que cubrirse acabaron hacinadas en un charco maloliente de agua turbia y al alcance de los hocicos de las fieras, porque aunque no los veía de día, sabía perfectamente que de noche las bestias dejaban su rastro en el encharcadero; pobres tortuguitas pensaba Fidencio; no tienen para donde ir; si se mueven se las comen los perros y los mapaches, si se quedan se marchitan con el sol, mascando un pedazo de vara de orégano meditaba pensando si él y su harapienta familia no estarían como esas pequeñas tortugas.
Durante años se persignaba todos los días frente a la viejísima cruz de madera que colgaba en la entrada del cuarto de adobe que usaban como recámara, como silo y cuando las temperaturas empezaban a bajar en otoño y continuaban en invierno hasta de corral paras las tercas chivas que se obstinaban en continuar vivas ya que no había arbustos verdes de donde comer, pero las timbonas conseguían de quien sabe de donde su sustento, ha de ser la Divina Providencia decía Fidencio; porque de onde más?
Esa cruz de madera apolillada que ha visto muchos difuntitos y que ha acompañado las esperanzas e ilusiones de muchos vivos mas; esa cruz que ha sido testigo de los cantos cardenches de los viejos cuando moría una persona; esos cantos que se pierden en el viento del norte y desaparecen sin tener eco para sus voces, pero mucho menos oídos para sus cantos; ya casi no había nadie mas que uno u otro anciano de una alejada ranchería que los sabia entonar y muchos menos quienes sabían hacer la segunda, pues tiene su grado de dificultad y no cualquiera! Se mueren los cantos y si desaparecen quien va a acompañar a los difuntitos en sus últimos momentos entre el mundo de los vivos; quien recibirá a la gente que viene al velorio?, quien le cantara a las advocaciones de los santos para que reciban un alma atribulada? quien le cantará a los angelitos que se mueren chirguillos?
Recordó cuando era niño el velorio de su prima Lucía, quien había muerto a la edad temprana de 9 años, le abuela había dicho que se murió por el susto que le había dado un gato en la noche al salir al corral a hacer sus necesidades, pero la verdad era que murió de tifoidea; también recordó cuando para que el cuerpecito del angelito no se descompusiera pronto la abuela Nana ordenó ponerle las planchas que se usaban para planchar la ropa en el estómago de la niña, pues estaba convencida de que la frialdad del metal preservaría la integridad del cuerpo mientras llegaban familiares para entonar los cantos cardenches necesarios para la ocasión.
Lo que le contó la abuela después le causaba risa cada vez que lo recordaba, pues en el alboroto del transcurso de sepelio, al acomodar a la niña en la caja olvidaron sacar las planchas que contenían la inflamación y se fueron en la misma cuando la sepultaron, pasando al mas allá como una difuntita bien planchada!
Ese año llovió como nunca lo recordaba, como nunca lo había visto, como deseaba que fuera siempre, se había roto el bordo, el paso a las Esperanzas había desaparecido, el vado ahora era un remolino torrente que arrastraba vegetación y lodo, lodo por todos lados lodo de todas las montañas que avanzaba por los arroyos que ahora emergían bramando como bisontes salvajes, energía como esa no la conocía y a sus años...tal vez no la vería de nuevo jamás.
Solo esperaba que amainara para poder secar el orégano que había recolectado durante varios días, se lo compraban a diez pesos el kilo y tenía que varear mucho para poder siquiera comprar una coca; mientras cambiaba la varita pensaba que sería si tuvieran agua en su casa siempre, siquiera para bañarse diario o más seguido; que pasaría si el Gobierno los visitara y los atendiera aunque fuera en la salud más seguido; sacudiendo de su sombrero luido el agua, oteaba el horizonte buscando un rayo de luz que le indicara que la tempestad había terminado para poder proseguir con su faena, como había sido su vida siempre!
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