Dos noches abrileñas...
100 años de la batalla de Torreón
Armando Moncada Díaz de León.
El incendio en Torreón es espectacular; se sabe que el ejército federal, precedido por las familias ricas que habían prestado apoyo a la causa huertista está saliendo hacia el oriente, por el rumbo de Mieleras, sobre la línea del ferrocarril, hacia Viesca.
La evacuación de la plaza comenzó hacia las cinco de la tarde cuando se desató una gran tolvanera que fue aprovechada por el general Velasco para ordenar la retirada; después, la artillería federal, como acción distractora, lanzó un ataque masivo hacia las posiciones revolucionarias que se batían en el Cañón del Huarache y en el Cerro de Calabazas; los obuses llegaban hasta Gómez Palacio pero hicieron poco daño a la población civil.
El general en jefe de la División del Norte ha ordenado a las brigadas que cubrían la salida hacia Viesca no abrir fuego, para permitir la evacuación federal y tomar un breve descanso toda vez que la victoria es ya segura.
Grandes explosiones se escuchan en el cuartel huertista debido a que antes de huir en el mayor desorden, los oficiales prendieron fuego a miles de granadas y parque de fusilería. En enormes piras que hacen insoportable la atmósfera se convierten en cenizas los cadáveres de miles de combatientes caídos a lo largo de las once jornadas de sangre con metralla.
Se presenta un civil ante Villa para confirmar los movimientos de evacuación del enemigo y dar aviso de miles de heridos de ambos bandos, abandonados a su suerte por Velasco.
Más tarde, como a las diez de la noche, la victoria revolucionaria es ya un hecho, aunque en algunas zonas de la ciudad continúan descargas aisladas.
Pancho Villa recibe la visita de los cónsules extranjeros y de los corresponsales de prensa, a quienes comunica extraoficialmente el triunfo de las armas del ejército constitucionalista. Al día siguiente informará los pormenores del triunfo en forma oficial al Primer Jefe Venustiano Carranza.
Me encuentro en casa, en Torreón Jardín, algo mosqueado porque a última hora se ha suspendido la conferencia que iba a impartir el historiador Pedro Salmerón en el Museo de la Revolución. Era el evento más relevante de las celebraciones oficiales programadas por el gobierno municipal para conmemorar la gran batalla de hace un siglo.
Oscurece y mientras tomo café, escucho corridos de la Revolución; sólo corridos villistas genuinos de los que guardo en mis archivos.
Es inevitable imaginar lo que estarían cenando los soldados en sus posiciones y los jefes y oficiales y el propio Pancho Villa cien años atrás. Mientras las gorditas de harina inundan de aromas la casa y el chile con queso y los refritos están en su punto, se escucha a lo lejos el retumbar de fuertes explosiones y el cuero se enchina al sentir el golpe imaginario de los sonidos de hace un siglo en una noche como ésta por todos los rumbos de la comarca lagunera.
No son las voces de los cañones de Felipe Ángeles que envían sus argumentos desde el otro lado del río; es el estruendo de la cohetería y los fuegos artificiales de la celebración festiva que ya comienza en la Plaza Mayor de Torreón, al poniente, como a tres kilómetros de casa.
Un vasito de sotol arreglado de la reserva súper especial es portador de esencias y nociones que despiertan de un trajín del desierto sometido a la cárcel muda de una botella en cuyo interior hablan también, pero en silencio líquido, el anís, la gobernadora, el hojasén y la lechuguilla entreverados con la incomparables fragancias de chaparreras viejas y de la montura cabezona, igualita que la que usaba siempre el Centauro, con la que, de niño, me ensillaban al noble alazán el “Dóllar” en Puertecitos para salir de madrugada con los vaqueros a campear por los saladillales de la Laguna de la Leche, allá en Ocampo.
Aparece entonces una pequeña armónica salida de las alforjas del sueño de la razón. Le conmino a expresar su humilde noción del pentagrama con las notas de El Siete Leguas y el corrido de Felipe Ángeles. Mientras discurren sus notas antiguas, a lo lejos brillan las luminarias multicolores de la celebración popular de la toma de Torreón, como hace cien años, en el centro de la ciudad.
Salgo a la calle y me recibe una noche quieta y estrellada cuyo discurso olfativo es de jazmín y naranjos en flor, no de carne humana quemándose en siniestros montones en la orilla del Nazas o frente al Casino de La Laguna.
Desde donde me encuentro no logro ver pasar ahora ningún fantasma en uniforme federal hecho girones. No logro verlos huyendo a matacaballo para salvar la vida, perseguidos por las caballerías de Maclovio y de Robles.
Por aquí no pasan tampoco en estos momentos soldados y soldaderas corriendo hacia el oriente por miles, rendidos de fatiga y de terror. El sitio donde se encuentra mi casa, está justo sobre la ruta dolorosa, polvorienta, llena de angustia y de bárbara sed por donde transitaban a pié y en carretas y en burro y en lo que fuera los vencidos de la gran batalla, buscando desesperados el alivio salvador de Viesca si-dios-es-servido y de San Pedro, de Saltillo acaso.
Es una noche máxima, densa, enorme, formada con los sedimentos pacientes de un centenar de ecos nocturnos de trescientas sesenta y cinco lunas menguantes, aunque ya no cobija al rugir de la artillería del año 14 del siglo anterior, cuando el fuego graneado se llevó para la eternidad anónima a aquella juventud en flor que ponía el pecho gallardamente en las faldas del Cerro de la Pila.
De pronto, y al amparo de esta oscuridad urbana y gentil, la brisa de la primavera comarcana desliza tímidamente un grito sordo y apaciguado, que en un principio apenas logra manifestarse, igual que las primeras estrellas cuando comienza a oscurecer:
— ¡Viva Villa!
Es como de ultratumba, pero crece poco a poco y de repente se convierte en multitudinario vocerío.
Parece venir de muy lejos... de muy lejos... de Bermejillo, de Mapimí, de más allá...
— ¡Viva Villa!...-se escucha ya, clarito.
— ¡Viva Villa!
Es un grito telúrico, antiguo...viene desde muy lejos,... desde Chihuahua, desde las entrañas de la tierra, desde quién sabe dónde...
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