Sin tolerancia
Samuel Cepeda Tovar.
Tiene toda la razón el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, es más, nunca he estado más de acuerdo a título personal con los comentarios de un mandatario. Ciertamente somos un país de instituciones, democrático, en donde la violencia es repudiada por el grueso de los mexicanos. También estoy de acuerdo en que la violencia no es la solución a los problemas de cualquier índole. Sin embargo, hay un pequeño detalle en todo lo aducido por el presidente, y es que, desde hace varios años nuestras instituciones han sido rebasadas por el crimen organizado, y no sólo rebasadas, sino también seducidas.
Hace mucho que la violencia se ha vuelto tan común que ya resulta extraño no observar noticias violentas en cualquier medio de comunicación, se ha vuelto tan común la violencia, que se han establecido ejecutómetros para comparar los muertos de un año con otro de manera sistemática y esperamos superar año con año los índices y resultados obtenidos en cada periodo.
Hace muchos años que la democracia ha sido sólo electoral y no sustancial, pues hace mucho que el pacto social se resquebrajó, hace mucho que el estado de derecho es sólo un nombre rimbombante que no tiene eco en la práctica. Y la mejor prueba son los 43 desaparecidos que muy probablemente han sido asesinados. Quienes ejercían su derecho y libertad de expresión y a cambio encontraron la represión en su peor modalidad.
En la búsqueda de los 43, se descubrió que el Estado de Guerrero es una fosa clandestina a escala, pues se encontraron cuerpos y más cuerpos y sólo uno de ellos es de los 43 normalistas. No sé si los ultimados en esas fosas hayan fenecido convencidos de que somos un país de instituciones sólidas y democráticas. No me queda claro que esos asesinatos sean característicos de un Estado de Derecho eficiente. Y peor aún, los recientes informes de Amnistía Internacional (AI) denuncian que la violencia no proviene sólo de los delincuentes, sino de los mismos elementos de seguridad. Ahí está el caso de Tlatlaya, en donde soldados masacraron a civiles desarmados.
Si la violencia y la inseguridad son rampantes, y si cada vez que salimos a la calle y no hay garantía de regresar con vida, no me parece que seamos un país de instituciones democráticas funcionales. Si el Estado ha mostrado su ineficiencia desde el ángulo que se le quiera ver, no entiendo de qué manera el presidente exige un alto a la violencia que es sólo una respuesta que denota hartazgo ciudadano ante tantas felonías por parte de delincuentes y autoridades.
Si el presidente desea paz, que empiece a trabajar duro para conseguirla, que su gobierno genere las condiciones que nos permitan como sociedad vivir en paz, que nuestros hijos, hermanos y padres, tengan la seguridad de salir a las calles, de manifestarse, de expresarse, de participar, sin temor a ser reprimidos. Pero cuando el Estado ya no ofrece soluciones, la anarquía se vuelve tan seductora que finalmente logra imponer sus reglas. Es verdad, no podemos tolerar la violencia, pero tampoco podemos tolerar la ineficiencia de un Estado que ampara su proceder en un andamiaje institucional que sólo existe en profundos rincones oníricos.
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