Cuzco: ese día él era el más joven
Carlos Alfredo Dávila Aguilar.
Después de un largo viaje que, debido a algunos contratiempos, había durado cerca de 32 horas, por fin llegamos al hostal en el que habríamos de quedarnos durante los próximos días. Estaba justo frente al mercado de San Juan, uno de los mercados más grandes de Cuzco. Después de registrarnos en la recepción, nos preguntaron si habíamos llegado ese mismo día. –Sí venimos llegando-. Eran las 10 de la mañana, y nosotros habíamos bajado del avión hacía poco menos de una hora. –Ah, pues tómese un mate de coca y descanse todo el día- nos recomendó la joven recepcionista del hostal. Sus pómulos eran prominentes, su cabello negro y liso y los colores de su cara evocaban en mi mente a los colores del ladrillo, con sus tonalidades amarillentas y rojizas; era cuzqueña. Nosotros, como buenos turistas, automáticamente asumimos que su recomendación era prescindible.
Era Junio de 2010, viajábamos 4 amigos y yo. Tres se fueron a dormir tan pronto tuvimos las llaves del cuarto. Uno de ellos me propuso ir a explorar los alrededores cercanos, estábamos cansados, pero igual que él yo me sentía entusiasmado de haber llegado por fin a Cuzco: la antigua capital del imperio de los incas. Por supuesto accedí sin pensarlo mucho. Al encaminarnos hacia la salida, la recepcionista nos repitió su recomendación con un tono de amable regaño, y cierta condescendencia. –Gracias- le respondimos amablemente sin darle mucha importancia. Tomamos un par de vasos desechables que la muchacha nos señaló con la mano, servimos una cantidad mínima cada uno –no queríamos perder mucho tiempo- lo tomamos rápido y salimos. El sabor ligeramente amargo de la infusión captó mi atención mientras caminaba por la acera. La idea del té de coca me había generado una expectativa con cierto aire exótico, que ese sabor anodino que persistía en mi boca definitivamente había decepcionado.
El bullicio de la calle, un cielo despejado con una luz de mañana muy clara, y el sabor de té poseían mis sentidos mientras caminábamos. -Por acá vi unas artesanías- Dijo mi amigo indicándome la dirección en la que nos encaminamos. Entramos en un portal de lo que parecía una casa antigua con un gran patio central, a la española. Dentro estaban las cholitas vendiendo sus artesanías (luego nos percataríamos de que las artesanías eran todas iguales en Cuzco y los alrededores, como hechas en masa) y algunos extranjeros admirándolas como si quisieran descubrir algo místico en sus piedras o en sus colores. Me acerqué a una cholita y le pregunté el precio de los gorros, esos típicos gorros peruanos. –Treinta y cinco soles-.
Con cierta arrogancia de latino, me rehusé a pagar al primer precio como los turistas gringos. Después de un poco de regate, logré que la cholita bajara su precio a 25, y con un aire de satisfacción de mí mismo le compré 6 para regalar a los amigos. Unas cuantas horas más tarde, me daría cuenta de que el precio estándar para esos mismos gorros (idénticos) era de 15 soles en casi cada esquina de las calles del centro de Cuzco.
Caminamos juntos recorriendo los puestos de ese gran patio durante unos minutos más. Mientras miraba al lado opuesto al suyo, hice algún comentario que mi amigo no respondió. Volteé hacia él justo en el momento en que se desplomaba. Apenas alcancé a amortiguar su caída y evitar que se golpeara la cabeza. La caminata a 3,400 metros (la altura de Cuzco) no iba bien con sus 62 años. Por un momento me encontré sólo con él en el suelo y sin la menor idea de qué hacer, hasta que pronto se acercaron algunas de las cholitas y una española madura (de unos de 50 años) para ayudarme. Le desabrocharon la chamarra y una de ellas le frotó unas hierbas en la cara hasta que reaccionó unos segundos después. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la cara de la española frente a él. Caviló algo en una fracción de segundo, y dijo mientras se esbozaba una sonrisa en su cara: -No pensé que los ángeles fueran tan bonitos-.
Ese día él era el más joven de los dos. |