Crónicas de un saltillense agringado
Héctor Alejandro Calles Valdez.
Era una tarde como cualquier otra. No hacía frío, no hacía calor, no llovía. Me hallaba nuevamente recostado sobre el sofá viejo. La mirada fija en las grietas del techo. La pintura se desprendía en algunas partes. Escasamente pensaba en algo. Un libro cayó al suelo. Ahí estaba: Solo, con todo el piso para sí. Un libro mudo. Era muy dueño de todo ese piso. Simple y pequeño libro anónimo con su pasta de cartón maltratado. ¿Quizá fácil de leer, quizá difícil? Estire el brazo.
La lectura comenzó justo como una película. Te sientas, la luz se apaga, te recuestas un poco y te olvidas del resto. Al final del libro desperté y tomé súbita conciencia. Afuera todo estaba oscuro. Una noche negra de oscuridad nueva. Acababa de salir de un mundo extraño, un lugar de páginas improbables y desconocidas. El librito me había dejado conocer cosas que nunca antes había podido imaginar. Tuve entonces, la sensación de haber traspasado una puerta invisible hacia un lugar insólito.
Al levantarme del sofá estaba inquieto. Sabía inconscientemente que algo muy importante había tenido lugar, pero a la vez sabía que era solamente como haber pisado el primer escalón. Sin embargo ya estaba del otro lado de la realidad que conocemos todos los días y sabía que nunca más iba a regresar. Todo era igual; la casa era la misma; mi ropa era la misma; mi rostro era el mismo. Nadie hubiera podido verlo a simple vista; los ojos no servían para ver este cambio. Era algo interno, algo relativo al pensamiento, al espíritu.
Yo era un ser común y ahora, en una tarde cualquiera, por obra y gracia de una inespe- rada lectura había cambiado. Ahora ya sabía mi nombre. Me conocía personalmente. Supe que no había marcha atrás y el camino que me esperaba era poco claro, pero también tenía un atractivo inigualable; era un camino que brindaba un poder no ordinario y una forma silenciosa de conocimiento. Un salto cualitativo me había puesto en otro camino, en la senda alternativa. No podía salir corriendo a contarle a todo mundo mi experiencia. No iba a decirle a nadie lo que acababa de suceder.
Por alguna razón, supe que esa verdad sólo podía compartirla con otros seres ya iniciados. No se trataba de contarle a cualquiera. Esto era algo mío. Un regalo para mí. A pesar de la euforia me di cuenta que estaba solo. Escasamente alguien hubiera podido entenderlo. Ahora era un vagabundo del espíritu ¿Que tenía que hacer para dar un primer paso? ¿Necesito un diagnóstico oficial, una prueba escrita, muy rápida, eficaz que me dijera con exactitud qué era lo que me había sucedido?
Fue una sorpresa haber llegado a su consultorio durante el ensayo. No tenía idea que mi psicólogo hacia comedia stand up en sus ratos libres. Pasé a su cubículo y tomé asiento. Me miró sin entusiasmo. Tomó unos papeles y dejó otros. Con desenfado me preguntaba qué me pasaba usando esa expresión de familiar anticipación. Intuí que aquel hombre no sabía nada, quizá en ese momento él era más un cómico amargado que un médico.
Quizá todo era una trampa para desarrollar mi auto confianza. Quizá él supo al ver mis ojos que clase de ermitaño era y que sólo necesitaba dejarme hablar. Yo iba a escupir la verdad sin necesidad de ayuda. Hablé mucho. Quizá para mi enfado hablé demasiado. Aunque nada importa todo lo que le dije. Sé que en ese momento no fue de trágica importancia para él, como lo era para mí. Lo que yo obtuve en conclusión fue muy simple.
Un psicólogo no puede quitarle y ponerle partes a mi mente como si fuera un rompecabezas. Aquel hombre, psicólogo y actor no podía ayudarme a dejar de sentir emociones, de reír, de sentir alegría, de enojarme, de estar serio, de sentir angustia, de estar triste o estar eufórico. Las emociones no podían ser controladas a placer sólo porque sí. Yo exigía, de pronto, que me diera él, en breve, en un simple vistazo, sin perder más tiempo, la clave de control de mis emociones. Yo quería de inmediato empezar a ser superior en todo. Quería estar en ese instante en mi papel de nuevo ser iluminado. Mi enfado fue grande. No tenía idea cómo era posible que ante mí se derrumbara lo que debía inspirarme confianza.
Al marcharme tuve la extraña sensación de que todo lo que había ocurrido en esa entrevista era exactamente lo que yo necesitaba saber. Mi parecer acerca del psicólogo cantante cambió. Después de todo él había cumplido su misión a cabalidad, me había mostrado sin rodeos que no podría acceder al control de mis aspectos humanos, al dominio de la voluntad y mucho menos a la supresión de mis emociones sin deformar mi naturaleza.
El, también era un artista y aparte un estudioso de las ciencias. Mi búsqueda era como el aprendizaje de la actuación lo fue para él; producto de un enfoque apasionado, pero individual, a la que sin embargo hay que subscribirse mediante un método real que requiere tiempo y paciencia. Ese fue mi primer tropiezo aparente con la ciencia, y a su vez fue la primera señal verdadera del camino que el librito señalaba.
No se trataba de cortarme en pedazos y reinventarme, de reconstruir- me. Se trataba de un reto aún mayor y no podía disponer de mayores herramientas que las que naturalmente ya poseía; mi mente, mis sentidos, mi intuición. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de otra cosa; que el camino de la iluminación quizá no requiere de un lugar especial ni de técnicas extraordinarias y complicadas. No podía en ese momento, salir corriendo a refugiarme en un monasterio tibetano y aprender todo en diez lecciones. No podía salir a entregar mi alma a una secta, a un grupo, a una religión.
Este camino propuesto por aquel librito se trataba de avanzar simple y llanamente como todos los demás y a la vez alcanzar la heroica meta de pensar, sentir y ser un elegido en medio de cualquier calle, en medio de toda la gente, en medio de todo lo que me rodea. Fue entonces que tuve la genial idea de ordenar que me confeccionaran una gabardi- na negra, pesada y larga. No más zapatos deportivos, no más ropa juvenil. Hallé la manera de ser muy discreto. Si quería espacio y tiempo para el desarrollo de mi ser iluminado tenía que ubicarme en las circunstancias adecuadas y tenía que empezar a leer y leer mucho más.
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