Masculinidades
Alfredo Velázquez Valle.
“ESTE MUNDO SIEMPRE HA PERTENECIDO A LOS VARONES…”
Simone de Beauvoir |
Si hay en la actualidad algo que no se puede hacer es precisamente “elegir” y, por ello, “ser respetado”.
Sostener que los ciudadanos son portadores de autonomía y dignidad en un sistema, cuyos pilares están constituidos por las leyes dictadas por el capital financiero, es una falacia.
Objetos, más que sujetos, violentados por las interminables ráfagas de un huracán que no termina por pasar, los seres humanos que habitamos este mundo estamos siendo espectadores-víctimas de primera fila de la dramática, aterradora degradación de la condición humana por ese capital financiero que se mueve y habita en ese caparazón que le protege llamado neoliberalismo.
Como sistema económico-político mundial, el neoliberalismo apunta a la máxima explotación de todos los recursos que puedan allegarle tasas siempre mayores de interés a ese capital muerto aunque en esta irracionalidad vaya de por medio la vida humana misma y de todo ser vivo que habita este planeta.
Las terribles consecuencias de aquello, se les puede rastrear en términos de pérdidas sustanciales para la sostenibilidad de la vida en el planeta; también los ciudadanos pierden el acceso a la salud, el derecho a la comida; se restringen las libertades democráticas como lo son los derechos laborales, incluso el justo derecho a la certidumbre de un trabajo, de un futuro.
Se contabiliza, en fin, en números rojos con relación a la preservación de recursos naturales, y recursos humanos; relación que crece inversamente proporcional con respecto al porcentaje de capitales acumulados por solo un reducido, muy reducido, porcentaje de privilegiados. El sistema neoliberal capitalista segrega, discrimina primeramente en razón de la acumulación monetaria, el consumo, la explotación y el mercado.
Los sujetos privilegiados por ello, o debido a ello, son los que en segunda instancia lo hacen, al diferenciar a los seres humanos haciéndonos ver como blancos y negros, latinos o sajones, liberales o comunistas, pobres y ricos, buenos y malos… mujeres y hombres.
En efecto, primeramente lo hace el capital; porque la relación social que esta fuerza ciega de riqueza acumulada y en constante auto-reproducción asigna a cada cual, lo sella con la violencia física, verbal y escrita.
El papel, la condición y el destino de cada cual se ve forzosamente inmerso en las leyes de producción capitalista, hoy capitales financieros.
En segundo lugar discrimina -justificando la desigualdad económica- la casta masculina detentadora del uno por ciento del poder político-militar y la riqueza mundial; esta segunda separación de los seres humanos, no es más que la justificación ideológica de aquella que domina (blanco, anglosajón y protestante), que oprime, que agrede y mata desde la posición que tiene ella misma, como varón beneficiado por su propia condición de explotador, llámesele burgués, terrateniente, empresario, hombre de negocios, banquero, industrial, hombre de finanzas, etc., y que cae como látigo sobre la espalda de los demás grupos, clases, etnias, etc.
Siendo entonces, que todo lo que escapa a esta visión del deber ser, lo masculino hegemónico va degradando la condición particular de cada “otro” según el papel subordinado que desempeñe en el amplio espectro de la explotación y la dependencia subordinada.
Así, mientras esta cosmovisión sustentada por relaciones sociales de producción históricamente determinadas se mantenga invariable, el patriarcado y su idea de masculinidad, será impuesta al conjunto de los restantes seres humanos.
Hemos tenido que explicarlo de esta manera para poder comprender que si bien existen diferentes formas de sentir la masculinidad, solo una de ellas es la que socialmente está en poder de auto afirmarse porque es sobre de otras masculinidades por las que se afirma como tal: masculinidad hegemónica.
Resultando entonces que las demás masculinidades, aunque con el inalienable derecho a realizarse, siempre estarán subordinadas y a expensas de los vaivenes de la voluntad patriarcal y machista (que no es otra que el rostro social del capital); es decir, seguirán existiendo en condición de minoría y/o clandestinidad.
Debido a todo lo anterior, es preciso puntualizar algunos aspectos que quizá deberían tenerse presentes al momento de sostener que cualquier hombre tiene el derecho a “elegir” la masculinidad que guste y aún, a ser “respetado” no solo por la elección sino más bien por la práctica de la decisión tomada.
Esto, porque el derecho de elección sobre preferencias sexuales pierde todo sentido cuando el instinto entra en juego y segundo porque el respeto del resto de los demás siempre será en razón de los parámetros que la sociedad machista determine como tolerables.
Expliquémonos:
El instinto sexual no es cuestión de elección; se nace con tal o cual orientación y/o preferencia sexual y en ello, lo queramos o no, la elección no entra más que para permitirnos el grado para ejercer dicha pulsión siempre y cuando…
Dice Marx que los hombres hacen su historia pero no lo hacen de acuerdo a su libre albedrío, sino bajo condiciones heredadas del pasado. Por lo que, siguiendo este juicio, el ejercicio de “mi” masculinidad será practicado de cierta manera, de cierto grado, bajo ciertas formas, etc., siempre y cuando: tomemos en cuenta la formación social de la que seamos parte, es decir ese pasado heredado (patriarcal hegemónico). Hoy en la actualidad, la masculinidad hegemónica tiende a ganar terreno (si es que alguna vez lo hubo perdido).
En efecto, a raíz de la agudización de los conflictos que ha generado la economía capitalista a través de su última y actualizada versión financiera especulativa -como lo son la pobreza extrema, la migración masiva de pueblos, el desempleo disfrazado de subcontratación (outsourcing), la proliferación de los regionalismos más retrógrados, la alarmante alza en los “ismos” religiosos y la desmedida proliferación de discursos derechistas de corte nazifascista- han hecho del ejercicio de la praxis de las masculinidades algo poco menos que prácticas con una fuerte dosis de peligrosidad para quienes se arriesguen a vivir la propia.
El feminicidio, como el asesinato por homofobia, no son solo discontinuidades, rupturas de una normalidad; más bien, son normalidades de una civilización fundada en el machismo que tendrá que justificar con el color escarlata su supremacía porque de no hacerlo sucumbirá.
Convengamos entonces con L. Trotsky; el cual afirmara que, para que la dignidad humana llegue a ser respetada (cualquiera que sea su orientación sexual, añadiríamos), primero habrá de destruirse en su totalidad el régimen social que la oprime; esto es, hagamos primero la revolución social y después dediquémonos a reconstruir, a reorientar las conciencias, el lenguaje, las leyes y las costumbres que hoy, a decir de Marx pesan demasiado sobre la conciencia de los que habitamos este mundo y esta circunstancia por demás agraz.
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