La lealtad vale poco (y las goleadas mucho)
Rodrigo Solís.
Mi primer equipo fue el Cruz Azul. En mi defensa, no le iba en realidad a los cementeros, sino a Pablo Larios y a Patricio Hernández. Entonces ocurrió algo que nunca imaginé podía pasarme en la vida: mi “equipo” vendió al portero y al volante al finalizar el torneo. Fue como si me despertaran en mitad de la madrugada para decirme que mamá y papá habían muerto en un accidente automovilístico. Al quedar huérfano, hice lo que cualquier niño de 9 años podía hacer: me envolví en los colores de los nuevos equipos de mis ídolos.
Seguir el fútbol argentino no era opción (Patricio Hernández había regresado a su natal Argentina), así que tuve que conformarme con mirar los partidos del Puebla (ahí fue vendido Pablo Larios). En el papel, la mejor decisión que pude haber tomado luego de pertenecer al bando de los perdedores en dos finales en apenas tres años. Los poblanos salieron campeones en un tris; Larios al fin pudo levantar un trofeo, y sin embargo, la vuelta olímpica me emocionó tanto como ver una partida de damas chinas por televisión. Tuve dos opciones: volver a mis antiguos colores o buscar nuevos. Mis primos mayores, intuyendo lo peor, me dijeron que si apoyaba al América me convertiría para siempre (y sin retorno) en puto. Terminé por irle a los Pumas, cuyo uniforme era parecido al de Pancho Pantera.
Eran otros tiempos, vivíamos ciegos, lejos de imaginar que un día existiría algo llamado redes sociales. Nunca supe, por ejemplo, cuánto dinero se pagó por mis héroes, si salieron por voluntad propia u obligados porque al club le convenía. Pasé noches en vela esperando ver a Pablo Larios dar una declaración al respecto o que alguien del noticiero me explicara qué demonios era eso de Argentinos Juniors. Nada. Silencio absoluto. Me hubiera dejado amputar una pierna por escuchar: <<Nos vamos, pero Cruz Azul siempre estará en nuestros corazones>> o <<Decidimos vender a nuestras figuras porque el equipo está pasando por una crisis económica, esperamos la afición pueda perdonarnos>>.
Ahora todo es diferente. La información es libre y democrática. Así lo demostró el delantero argentino Ismael Sosa, máxima figura de los Pumas en junio pasado. Conocedor de las ofertas millonarias que había por él sobre la mesa, dijo sentirse tan identificado con la afición que no quería irse del equipo. Me emocioné y agradecí que Twitter no se hubiera inventado en el año 89, de lo contrario aún engrosaría las filas del club más patético de la liga (quizá del mundo).
La respuesta fue inmediata. En YouTube apareció la nueva directiva de los Pumas veraneando en Cancún, donde informaron que la mitad de la plantilla, como si se tratara de una venta de cacharros, estaba transferible. El presidente, ni más ni menos, declaró la siguiente barbaridad: <<A los muchachos les conviene, acuérdense que también vendimos a Hugo Sánchez y a Luis García>>. Y la cereza del pastel: Alejandro “El Pikolín” Palacios, en agradecimiento al tetracampeonato y a su trayectoria de toda la vida en el club, podrá firmar (finalmente, a sus 35 años) un buen contrato antes del retiro, eso sí, en otro equipo.
No saben la envidia que le tengo a todos los niños de 9 años. A mi edad, somos tan estúpidos que solemos hundirnos con el barco.
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