De invasiones y expulsiones.
De indocumentados en su propia tierra
Alfredo Velázquez Valle.
El 22 de febrero pasado se conmemoró un aniversario más de La Batalla de La Angostura llevada a cabo en las inmediaciones de Saltillo, Coahuila, entre el ejército invasor estadounidense y las tropas nacionales comandadas las primeras por Zacarías Taylor y las mexicanas por el tristemente célebre Antonio López de Santa Anna.
Han transcurrido 170 años de ese nefasto hecho histórico con el que la política económica estadounidense selló sus relaciones diplomáticas con la República Mexicana; es decir, a punta de bayonetas, mercenarios, bloqueos portuarios, sitios terrestres y terror civil, el vecino del norte nos dio su primera receta de lo que comenzaría a ser la tónica a seguir en las futuras relaciones entre los dos países; naciones tan disímiles y tan antagónicas por su historia y por su destino.
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Ese mismo día -22 febrero, pero de este año en curso- resultó para mí tan amargo de vivir por causa de las notas periodísticas que por la mañana leí en dos diarios (uno de circulación nacional y el otro de circulación internacional) que al momento vino hacia mí de manera violenta lo paradójico del asunto: a más de siglo y medio de un despojo territorial sobrevenía otro despojo: el despojo a la dignidad de los inmigrantes que como trabajadores mexicanos les hacía objeto la política migratoria del fascista Donald Trump.
Esas notas, esas noticias que llegan calando el hueso son las que llevan tras de sí una estela de sentimientos que hacen impronta en la memoria. Es decir, permanecen indelebles, y sólo el paso del tiempo u otra circunstancia atroz, los atenúa en algo, pero sólo en poca cosa.
Indocumentados en su propia tierra (el territorio robado es eso: tierra hurtada), estos mexicanos repatriados tendrán que vérselas muy pero muy mal en su madre patria, porque las condiciones generales del país están en franca decadencia.
Y es que ese mismo día 22 parecía que los vientos huracanados se alistasen para barrer de raíz hasta los cimientos mismos de la identidad que como nación aún se resisten a perecer y que se encuentran en donde sólo pueden estar medio a salvo: las comunidades rurales, los bosques tropicales y las serranías inhóspitas.
En efecto, el listado de calamidades notificados por estos diarios podrá no ser excesivo pero sí muy sintomáticos de lo que encontrarán los que de regreso sean forzados a cruzar (de nueva y desilusionada cuenta) en dirección sur el río Bravo que los ladrones de sueños americanos llaman del Norte.
Por lo pronto el mes de enero de este año, ha sido el más violento registrado en la historia del país: 1,938 homicidios, según el rotativo independiente Animal Político.
Esto se agravará, es de suponerse así, porque los mexicanos que devuelva Trump por la frontera impuesta a punta de bayoneta en 1848, encontrarán un país donde la situación generalizada indica con claridad meridiana condiciones no propicias, más bien imperantes de delincuencia, de ilegalidad, de hacinamiento, de pobreza, de falta de empleo, de marginación, de falta de vivienda y un largo etc., etc.
Esto será un gran ghetto (cuando no lo sea ya) si los propios afectados que somos la gran mayoría de los mexicanos no tomamos las riendas de nuestro propio destino y seguimos en la actitud indolente de dejar en manos de quienes no nos representan más que como piezas de ajedrez y en papel de peones para el gran capital, el destino que hoy lo construyen a espaldas nuestras reducidos sectores económicos y políticos a ambos lados de una frontera arbitraria (¿qué frontera no lo es?).
La maquinaria de Estado que ha establecido las pautas bajo las cuales hemos de organizar y transitar nuestra vida está en alerta máxima, porque sectores de la población mexicana (especialmente los más golpeados por las políticas económicas neoliberales) han comenzado a actuar en consonancia con los intereses vitales de las comunidades en las cuales están inmersos.
Esto es así en amplias regiones del sur de México como lo son Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Chiapas y áreas focalizadas de Veracruz y la península de Yucatán.
Quizá con anterioridad a un inminente colapso ambiental y socio humanitario, sobrevenga un convulsionado ciclo de levantamientos y rebeldías que pongan en jaque al propio Estado mexicano. A ello abonara grandemente, no lo dudo, la oleada de los hipotéticos tres millones de mexicanos que en los próximos meses deportará el fascista de peso completo que es Donald Trump.
El mundo está siendo violentado por un sistema económico que invita a pensar en términos apocalípticos; esto no es retórica pesimista, no está escrito bajo una lente derrotis- ta; demasiados son los signos que lo están evidenciando, que Donald Turmp y su política anti inmigración es no sólo uno de ellos, quizá el principal; pero más que eso, es un llamado a los sectores más desprotegidos del país y del orbe, a tomar las acciones debidas si queremos sobrevivir en este tiempo de fascismos, guerras de exterminio, ecocidios y exclusiones criminales…
¿En qué condiciones llegarán esos compatriotas expulsados del país vecino? ¿En qué condiciones en términos de conciencia social, de escolaridad, de carencias, de salud física y mental, etc.? No lo sabemos, pero si debemos intuir que arribarán contingentes de seres humanos con frustraciones, rencores y ausencias en más de un sentido que pueden ser dinamita lista a detonar.
Crear las condiciones que lleven a una solidaridad entre los trabajadores que estamos aquí, y los que en un futuro inmediato llegarán, es tarea primordial de toda organización de masas para que éstas lleven a forzar las condicio- nes habidas que devengan en la urgente crisis y posterior quiebre del sistema económico social que nos oprime y nos empuja al colapso social y ambiental.
Hoy, más que nunca entra a colación la consabida dis- yuntiva: o guerra (de exter- minio) del capital, o revolución del hombre por la vida.
Tenemos un reto demasiado grande por revertir tres siglos aproximados de devas- tación capitalista; tres siglos donde el planeta ha sido reducido a la miseria absoluta.
Y en todo ello, sólo tene- mos poco, poquísimo tiempo para frenar (que no revertir) la tremenda devastación; tiempo que nos hace pensar en que no disponemos de otra arma en las manos que no sea el de un triste argu- mento: la desesperanza.
Triste, pero no inútil.
Veamos: cuando las condiciones de las masas llegan a una situación insostenible de vivir, por el grado de degradación a que las ha llevado el propio sistema que las oprime, entonces, sobre- viene una época de revoluciones donde para el oprimido es preferible morir, en pie de lucha, que seguir viviendo en el infierno que se le tiene deparado de seguir con algún hálito de vida.
Es decir, aún nos queda…
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