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el periodico de saltillo

Enero 2018

Edición No. 347


La aporofobia en boga

Adolfo Olmedo Muñoz.

Recientemente tuve la oportunidad de presenciar un somero debate entre estudiantes del nivel de licenciatura, en la carrera de comunicación, donde se había acordado discutir sobre la posibilidad o la necesidad de promover una legislación que prohíba a los pobres tener familia, a procrear hijos cuando no cuenten con los recursos mínimos necesarios para garantizar el desarrollo de su prole. El resultado podemos decir que fue infructuoso, pues no se dio una conclusión que argumentara de peso, a ninguno de los dos grupos oponentes; unos en el sentido de que urge legislar para impedir que los pobres sigan procreando mientras que el otro lo considero, al puro planteamiento, una aberración.

El tema, que no es nada inocente ni sencillo, me llamó la atención, pues por lo expuesto, existe una muy importante fracción de jóvenes contemporáneos que auxiliados por las llamadas redes sociales, ha logrado poner en la agenda de esta nueva generación un asunto que parece haberse enclocado desde hace ya muchos años, pero que por ese residuo de escrúpulos que aun subyacen en el subconsciente colectivo del mexicano promedio, que califica de inhumano el desear la no vida, ni siquiera en condiciones en que la gestación se deba a violaciones o incluso agresiones incestuosas u otra índole punitiva, se omitía en los diálogos de “la gente bonita”.

Principalmente la iglesia, pero también una gran cantidad de agrupaciones o asociaciones civiles “pro vida”, muchas de ellas que pretenden ayudar a los pobres por la vía de la asistencia social, la caridad o el abrigo espiritual.

Muchos de estos jóvenes que hoy piensan seriamente en pedir que por la vía legal se les impida a los pobres tener familia, tienen un sustrato cultural ideológico o “moralista” como el de las agrupaciones asistenciales. Pertenecen a la misma clase social y económica, y sin embargo a “sotto voce”, en el aparentemente “background” de la comunicación electrónica, se pronuncian con menos escrúpulos en favor de esa limitación a los pobres. Los argumentos son muchos, algunos de ellos entendibles, pero que no justifican plenamente una acción de tal naturaleza. Eso creo yo.

Se apela por ejemplo a un sofista humanismo pues, dicen que es más humano impedir que ellos, los pobres, traigan al mundo a un ser que evidentemente va a sufrir, que no van a poder ser útiles a la sociedad y que por el contrario seguirán engrosando las filas de las “rémoras” de un posible desarrollo.

Aluden en su favor un humanismo a ultranza pues dicen no querer que los maten, simplemente que se les impida concebir; que no haya “permiso” para los desheredados del sistema capitalista, para que sigan aumentando la pobreza.

Quienes opinaron en contra de tales argumentos, fueron igualmente opacos en sus planteamientos, y aunque insistieron en asegurar que tales propuestas, son racistas e inhumanas, no supieron brindar alternativas para acabar con la pobreza, en lugar de exterminar a los pobres.

Es obvio que reconozco que el tema no es nada fácil de asimilar, no es sencillo no sólo de tratar sino de llegar a conclusiones cuando, creo yo, estamos inmersos en ese interludio que no nos deja claro cuáles serán los próximos capítulos que habrá de sortear la humanidad. Por lo menos en el bando en que nos alineamos, que es el de la cultura occidental.

Los fenómenos de psicología social, en grado incluso de patologías, se presentan cada vez con más frecuencia de manera encadenada en un mundo globalizado más allá de lo económico. Si bien es cierto que la migración que incomoda sobre todo a los países ricos, no se debe únicamente a la pobreza de los países de origen de los migrantes, sino a condiciones sociales, culturales, políticas, y en algunos casos hasta de índole dogmática religiosa, cuando no por capricho de dictadores o sátrapas dirigentes en naciones impunes.

No escapa en esta lista de “patologías” el sentido de inferioridad y la vergüenza de pertenecer a un país donde se da por asentado que su putrefacción es irremediable, por la que se ven en la “supuesta necesidad de ir en busca de nuevas y mejores condiciones”.

Grandes núcleos sociales huyen de si mismos, de su origen, latino por ejemplo nuestro, y las grandes masas que emigran hacia los Estados Unidos, pronto se descubre que jamás podrán ser asimilados por la cultura recipiendaria, no tanto por las condiciones económicas que los acompaña, sino por la cultura que representan (latina en nuestro caso).

La migración, el peligroso juego del narcotráfico y el comercio de armas solapados por los Estados Unidos que nos tiene en un escenario de cuasi guerra de castas; la creciente desigualdad de los estados industrializados y de mucho mayor crecimiento que los tradicionalmente agrícolas (hablamos del norte y el sur), así como la impúdica manipulación ideológica de partidos clientelistas, pero sobre todo la corrupción y la endémica impunidad, son fenómenos sociales que ya, ¡ya!, deberán estar siendo recodificados con un nuevo esquema axiológico.

Código (o códigos) que partan del pleno conocimiento y reconocimiento de lo que verdaderamente es el mexicano actual y cuál es su ubicación en el concierto internacional; sin complejos de inferioridad que hoy les es evidente a los migrantes antes aludidos, pues huyen de condiciones que les avergüenzan. Pero tampoco anacrónicos machismos estériles solo argumenta- dos en canciones de bandas o en películas baratas, no sólo en términos económicos sino también culturales pues hoy por hoy, no creo que se haya hecho honor a tantos recursos humanos culturales con los que cuenta nuestro país y no sólo los parajes turísticos donde nuestros paisanos no dejan de ser más que un suvenir.

Muchos son los traumas sociales a los que nos enfrentamos, pero ahora, habrá que ver hasta qué punto la sociedad, sobre todo de la clase media hacia arriba, avanza en un cinismo amoral o de un pragmatismo inhumano que esté dispuesto a decretar la muerte de la pobreza a partir de la muerte de los pobres, que casi en su totalidad, nacieron ya siendo pobres.

La cuestión se convierte para mi no sólo de una evidente actualidad, sino de hasta una cierta alarma de que “cuando el río suena, es porque agua lleva”, pues no podemos menospreciar el criterio de esos jóvenes debatientes a que aludimos al principio, menos cuando la misma Real Academia de la Lengua Española, ha aceptado en el diccionario un nuevo término; el de “aporofobia”, acuñado de raíces griegas, de la palabra “áporos” que significa pobre, sin salidas, de escaso de recursos (que como ya dijimos, no son solo económicos); y fobia que significa temor, rechazo. Dicha palabra viene a conceptualizar una serie de situaciones de las que no se podían definir con claridad.

La aporofobia consiste en un sentimiento de miedo y en una actitud de rechazo al pobre; al sin medios, al desamparado. El término ha sido aceptado por la Real Academia, tal vez porque ya se venía usando en no pocas publicaciones culturales recientes. Muchas de ellas, se pudieron leer en internet, lo que contribuyó seguramente a una rápida asimilación del vocablo o por lo menos despertar el interés que se vive al respecto del significado y sus connotaciones. Algunas de contenidos psicosociales de gran impacto, sobre todo en un país que, como el nuestro, se reinventa en apariencia cada seis años pero que arrastra en su subconsciente colectivo una serie casi indefinible de traumas, complejos y fobias.

Quizá en breve se pueda hablar más sinceramente y se pueda desatar un diálogo social más verídico de las condiciones que vive nuestra cultura. La hipocresía nos impedía (esperemos que algo cambie) tratar muchos temas de orden moral, de esa moral social, por la que proliferó la impunidad pues en nuestro foro interno la sociedad se reconocía (conoce actualmente) con remordi- miento por permitir, entre muchas otras fobias, la de los pobres, la de los desiguales indios jodidos y chaparros, que, aunque en su mayoría no difieren mucho de estatura y otras características de los norteños, si hacían sentir diferencias, de uno y otro lado. Contrastes que cada vez se acentúan más y que amagan con hacer más profundas las disconformidades.

El mexicano deberá aprender a reconocer que, de la misma manera que descalificamos que los gringos le tengan pavor al jodido mexicano, y le fabriquen multitud de murallas, nosotros también discriminamos y amurallamos en castas a nuestra policroma cultura mexicana.

Es tiempo de hacer esa pauta en el camino que nos dé claridad para saber quiénes somos y a dónde queremos ir. Es tiempo de sacudir la consciencia y prepararla para la lucha en un mundo aun depravado, pleno de abusos, discriminaciones, traiciones que hasta hoy, han sido “justificados” en un entorno desaseadamente pragmático en el que los “triunfadores” son los ladrones, los asesinos, los prepotentes, mientras los sanos, mental, social y moralmente hablando, por escrúpulos mal entendidos, por desilusión y hasta posiblemente por temor o cobardía, callan y se someten implícitamente a esa nefanda casta en la que hoy podemos enlistar a los agorafóbicos.

 

 
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