Crónicas de un saltillense agringado
Héctor Alejandro Calles Valdez.
Todo hombre que haya alcanzado un alto nivel de experiencia, una posición social relevante, o poder notorio en esta vida, en algún momento sentirá la necesidad apremiante de dar algo del valor abstracto de lo que ha conseguido. Este sentimiento puede ser como una descarga mental o espiritual, un traspaso de lo que se considera valioso para que no se pierda y pueda ser aprovechado por otros, para hacer mejor o más fácil el camino de las nuevas generaciones. Algunos hombres desean ser escuchados e intentan dar consejos a jóvenes o personas elusivas, por ahí y allá, otros buscan impartir cátedras, pero hay pocos afortunados a quienes la vida elige como mentores de ese alumno que aparece de la nada, con el cual se topan de manera fortuita, sin tener que buscarlo.
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No es el mérito que hay entre una y otra circunstancias, sino la condición única de poder elegir o de ser el elegido. El mentor elegido, circunscrito quizá al tiempo que le toque serlo, a la simpleza o complejidad de sus enseñanzas, es el que a veces nos regala las historias humanas de la dualidad que gozamos en la literatura, en la poesía, en el arte o en el cine. Con sus intensos personajes, grandes obras, múltiples géneros, esta forma de mentoría tendrá muchas ramificaciones y propósitos: Un mentor filosófico, un mentor de orden físico, un mentor espiritual, un mentor de ideas, un mentor de negocios, un mentor de estrategias. Cada uno de ellos, deja una huella distinta en el camino del mundo y si nosotros pudiéramos escarbar en nuestras propias vidas, quizá con sorpresa, hallaríamos cuantas veces hemos jugado el papel de alumno o mentor.
Mentor, ni de mí mismo.
¿Cuánto tarda en llegar la madurez? Depende de lo que madurar signifique, pues si es el sentido de la responsabilidad, perfeccionar la creatividad, el dominio especifico de un arte o una ciencia, entonces yo apenas si he madurado algo. Sin embargo, en cosas no cuantificables, en lo abstracto, es probable que lleve algo de ventaja. Cuando yo era niño, apenas en el primer año de kínder, yo creía ser mejor que las mujeres. Cuando la maestra nos retó a correr, ella nos ganó y yo quedé confundido por mi aparente derrota. En segundo de primaria, en la Alameda de Saltillo, hubo carreras de bicicletas. Yo creía ser superior, pero quedé a la mitad. Algo raro sucedía. ¿Por qué no estaba ganado? En tercero de primaria, la maestra nos retó a dibujar. Yo era el mejor, pensé, y solo me dejaron en ridículo frente a todos. En quinto de primaria, no pude finalizar mi primer examen de karate de cinta blanca. En sexto, perdí en mi único concurso escolar ajedrez, y ni en la calle ganaba jugando a las canicas. Justo entre tercer año de secundaria y primero de preparatoria, creo que por 1985, las matemáticas me ahogaron por completo y quedé -de alguna manera- deshabilitado socialmente por los siguientes treinta años. De pronto, no se ni como, en unos meses, en otro país, con un idioma que no es el mío, enfrentándome al reto de las matemáticas desde cero hasta el álgebra, completé la preparatoria como si nada y hoy llevo más de un año en la universidad estudiando en mi carrera soñada. No entiendo bien a que estaba jugando. ¿Por qué alguien necesita tres lustros de grandes dificultades, de dolorosa oscuridad? Me voy a echar la culpa y declarar que fui yo mismo, por negligencia e incapacidad, aunque a veces, fantaseando, quisiera decir que una mano misteriosa me puso una raya invisible en cada emprendimiento, que decía: Por aquí no habrás de cruzar. Treinta años después, quizá entiendo un poco mejor el misterio. Eso no significa que pueda expresarme abiertamente de ello, pues en verdad ¿Quién puede hablar certeramente de si mismo sin cometer falta? Todos los seres humanos tenemos solamente nuestras historias subjetivas. Usted tiene sus historias que contar, pero dar explicaciones le roba interés a la lectura, le rebaja el drama con agua insabora. Mejor que el tiempo se encargue, si acaso lo hace, de narrar nuestras crónicas con los ojos de los otros.
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