Cayó el telón, la “comedia e finita” ¿El principio del fin o una vuelta al pasado?

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por Adolfo Olmedo Muñoz.

Yo imagino que es bueno mandar,
aunque sea a un hato de ganado.
Miguel de Cervantes.

La pasión de dominar es la más terrible de
todas las enfermedades del espíritu humano.
Voltaire.

Andrés Manuel López Obrador inicia, de acuerdo con sus palabras, la cuarta era de transformación de nuestro país, luego del movimiento independentista de 1810, la reforma juarista y la revolución de 1910, prometiendo un “edén” en el que los pobres desaparecerán, las injusticias sociales se borrarán con la fuerza de embates de una nueva moral republicana, donde se acabará con la corrupción y la impunidad cometidas incluso por amigos o familiares del ahora Presidente electo de México. Se restaurará la paz y se acabará con la violencia que lacera a los mexicanos y hasta como dice el tango; “florecerá la vida, no existirá el dolor”: ¡amén!

No hay un solo proyecto serio de López Obrador que haga presumir que el país vaya a caminar hacia un futuro seguro.

Todo ello y muchas bondades más ceñidas por el lazo de unión juramentado con los lopezobradoristas y basado no sé si poder llamarlo como con un lazo de amor, cuando éstos están convencidos de que piensan y sientes en consuno con su salvador, sin más premisa que una fe ciega.
La clavija de ese nuevo y esplendoroso carruaje será, así lo juró ante un altar en el Zócalo de la Ciudad de México, la nueva revelación de su “santísima” trinidad: “No mentir; No robar y No traicionar al pueblo”.

Terminó así, el pasado primero de julio, un peregrinar de más de veinte años de obsesión por llegar a la Presidencia de la República, periplo en el que fue sembrando su palabra en la tierra cada vez más lacerada por una corrupción de la que todos, incluyendo él y su séquito, fueron culpables y que ahora es usada como ariete para tirar las murallas de la partidocracia.

La jornada electoral del pasado domingo de marras, fue realmente histórica, no por espectacular y menos por atributos intrínsecos del político tabasqueño y sus “movidos” seguidores, sino por que se reveló una “democracia” inédita. El estado, como figura institucional, se multiplicó por cero y dejó correr el magma del rencor irrefrenable, del hartazgo de un doloroso desgarramiento de un tejido social concitado por un ejército de embozados miembros de células cancerígenas, propiciatorias también de los males que ahora denuestan.

Células que con paciencia fueron socavan- do un sistema que hoy está perdido, desorientado y a un paso de iniciar una reinvención de un país que como nuestro querido México, que nos había costado tanto el poder llevarlo hacia adelante, hoy virtualmente se juega la vida en un volado.
Muchos dirán que es una más de las puntadas del mexicano, ese bizarro que es capaz de tocar los dinteles de la gloria como de hundirse en el farragoso estiércol de la autoflagelación y el remordimiento, ávido de saborear los zumos espe- sos del pecado, como lo sugiriera tantas veces Charles Baudelaire, en un trajinar lúdico “alternati- vamente y a veces simultáneamente atraído y rechazado por los extremos”.

Nadir y cenit de una era fingida de democracia partidista en la que la oposición fue siempre una mera válvula de escape que con el tiempo se desgastó incluso antes que el sistema de partidos. Tuvieron, los panistas (oposición) su oportunidad de generar reformas a un sistema en crisis, enfermo de una septicemia que por la que presumiblemente se sentencia hoy la muerte de la partidocracia.

Hay mucho, pero mucho que hablar de este México abstruso, de excelsa nobleza, pero tan proclive al autosacrificio, incapaz de poner fin, en definitiva, a ese remordimiento ancestral de sentirse vencido, una y otra vez, y que lo ha llevado a un pesado soliloquio en busca de disculpas, no sé de quién, por su transgresión de valores que no alcanza a comprender.

México aun no sabe lo que es ser un país de leyes; la corrupción, la delincuencia, las desigualdades, la ignorancia, la mentira contumaz, aglutinados por un cínico “valemadrismo”, son moneda de cambio para esa población que le dio una abrumadora mayoría de votos a López Obrador. ¿Y cómo no?, el “pastor” y el “rebaño” son iguales.

Pero el verdadero cambio que, seguramente se gesta desde hoy, es la transformación del Partido Revolucionario Institucional. Podríamos titular una nueva etapa de México como: “Volver al futuro”, desde el repaso de los daños causados por una clase política que sistemáticamente fue cayendo en incongruencias provocadas por la voracidad con que quisieron racionar los jugos del poder.

No pocos comentaristas de la política han señalado el fin de la era de los partidos, y aprovechando la mesura, circunspección, sensatez y buena formación democrática que mostró José Antonio Meade al salir de inmediato a reconocer el triunfo de su oponente, se hacen eco del “avasallante triunfo de la democracia”, de esa democracia que tan sospecho- samente López Obrador enmascara cuando a todas luces tiende más a una demagogia por la indefinición de verdaderos programas de gobierno.

Como dijera Martinoli, “se vendieron piñas”. Todo mundo puede vociferar en contra de la corrupción (hasta los corruptos); todo mundo puede repudiar la impunidad (hasta sus practicantes); todo mundo podría haber cantado, una y miles de veces, como lo hizo AMLO, sobre los problemas que aquejan al país.

Pero no hay ni un solo proyecto serio que haga presumir que el país, la Nación como tal, vaya a caminar hacia un futuro seguro. Por el contrario, lo que más se dibuja como demagogia se evidencia en el repaso del devenir de los cambios que en las últimas décadas se fueron fraguando para dar cauce a un soterrado socialismo que hoy se viste de payaso, ante los verdaderos ideólogos que enriquecieron el sustrato de la política mexicana, a nivel ¡mundial!

En los años aquellos de un Jorge Cruickshank -por ejemplo- que fue el primer senador de oposición, del Partido Popular Socialista, que llegó al senado, luego de una concertación, a cambio de una gubernatura perdida por el PRI.

La hábil política pendular, muy a la mexicana que oscilaba entre la derecha y la izquierda, bajo la rectoría de un fuerte partido que ocupaba el centro, como fiel de la balanza, se fue perdiendo por el chaqueteo reiterado de maromeros de la política.

Había un proyecto de nación, denostado incluso por las potencias mundiales, pero fue, siempre, México. Hoy no se vislumbra ideología, hoy hemos vuelto al caudillismo revolucionario, previo a la conformación de las instituciones que, quiéranlo o no, hicieron avanzar a nuestro país, muy a pesar de los yanquis, a quienes nuevamente se les sirve en charola de plata el sometimiento de nuestra nación.

La metamorfosis de izquierda ha alcanzado un primer triunfo verdadero, nuevamente con bases priistas, pues todos los “morenos” son de extracción priista (y uno que otro arribista panista) por lo que podemos suponer que, en el mejor de los casos, se vuelva a esa etapa de caudillos de tan funestas experiencias para nuestra historia política.

Desde luego que no todo está perdido, pero si podemos otear un futuro de tropiezos y de malogradas experiencias, merced a un poder sin precedente en los últimos lustros, de un presidente que tendrá la decisión discrecional en el Ejecutivo, en el Legislativo y entre los traidores mercaderes de la justicia.

Pero ¿en realidad podemos hablar del fin de la era de los partidos?; ¿Hasta qué punto López Obrador será un instrumento de los lopezobradoristas y hasta qué punto tendrá que convertirse en un sátrapa usurpador del poder luego de un posible desbordamiento populista?
¿Qué tanto podrá hacer avanzar al país rodeado de una sui géneris “corte de los milagros?; ¿Cuánto tiempo correrá para que aparezca una posible disputa por el botín de bucaneros?

¿Cómo podremos adivinar si su pretendido combate a la corrupción y la impunidad son una utopía electorera, una balandronada o una zalea de cordero…?

Y finalmente, en una simple lógica: si en verdad el domingo primero de julio del 2018 se llegó al fin de los partidos en México, AMLO inicia una nueva era de caudillos.

Lo dudo.