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Diciembre 8,  2010
DICIEMBRE 2010, No. 261

Las chanclas de doña Josefa

José Flores Ventura.
En los diversos territorios que comprende la geografía de Coahuila, habitan personas especializadas en la vida dura del campo, sin embargo la mayoría son de trato amable y no niegan ofrecer un vaso de café o tortillas de harina al viajero que se interna por humildes comunidades o alejadas rinconadas. Su forma de ver y afrontar las cosas de la vida siempre nos llenan de asombro siendo una gran enciclopedia viviente para aprenderles.

En 1996 conocimos a Juan Pugas, tallador de lechuguilla enclavado en una majada de Ramos Arizpe apodado por mi compañero Rufino como “el quince uñas” ya que le faltaba una mano, perdida en una faena agraria cuando joven. Esto no era impedimento para tallar esta planta ya que lograba hacer hasta 10 kilos de fibra en un instante, al tiempo de que nos platicaba sus aventuras en el campo.

En un poblado de casas de roca en ruinas por el camino a San Martín de las Vacas habitan tres hermanos, el mayor de 87 años había perdido completamente la audición, la hermana de 85, artrítica casi no miraba y el menor de 83 también había pedido la vista. Entre los tres se las arreglaban para las faenas del campo que incluían pastoreo de chivas, la talla de lechuguilla, corte del oreganillo y labores domésticas, todo coordinadamente y con tal eficacia que parecía fácil a pesar de sus impedimentos físicos.

En otra excursión por las cañadas del centro de Ramos Arizpe habíamos estado encontrando en la roca gravada las iniciales MME por varios lugares hasta que por fin un día conocimos al autor de estas, un tal Marcos Molina Estrada de unos 80 años que por décadas en su continuo pastoreo ha marcado su estadía en las paredes de piedra de la región.

Don Marcos habita una oquedad escavada en el barro de un arroyo cercada por varas de albarda, pero tan increíblemente limpio y acomodado que causa asombro a pesar de las condiciones ambientales en que se encuentra. Las otras piezas de su hogar lo conforman la cocina con botellas con agua colgantes, una tras tienda, su taller para tallar lechuguilla igualmente ordenados y aseados.
La primera vez que lo visitamos habíamos comprado un cabrito y a cambio de compartirlo le ofrecimos que nos lo preparará y guisará; recuerdo que no había contemplado comer a alguien con tal ímpetu, gusto y desesperación a la vez mencionando que llevaba ya varios años sin comer carne a pesar de cuidar un tajo de chivas que son propiedad de su ex esposa. Se me hizo nudo la garganta y a partir de entonces y cada vez que podemos le llevamos algo de despensa.

Arroyo arriba a escasos 40 metros de don Marcos, en las ruinas de un antiguo poblado habita su ex esposa, doña Josefa, mujer de unos 75 años algo dura pero amable y dueña del tajo de chivas. A pesar de la cercanía entre ambos no atinan siquiera dirigirse una mirada, siquiera una palabra y al preguntarle la causa sólo atina a decir agachada “que tan grande ha de haber sido el agravio” acompañado de un gran silencio. Un hermano de doña Josefa, Genaro de unos 70 años la visita ocasionalmente, este de tez morena, alto y distinguible desde muy lejos por su gran casco de obrero que no se quita ni para dormir, además de un buen humor que acompaña casi siempre con etílicas palabras entrecortadas son sus rasgos característicos.

Entre los tres dan algo de luz con sus diferencias notables a este derruido pueblo de roca en ruinas donde alguna vez hubo un manantial con parcelas de duraznos y membrillos, recuerda don Marcos. Los hijos de ambos sólo de vez en cuando los visitan, y ellos reacios a abandonar sus tierras que le vieron nacer y crecer en tiempos mejores sólo esperan la muerte, la cual abordan con singular burla y sin tapujos como sólo la gente de campo sabe hacerlo.

Un día en nuestras andanzas, a varios kilómetros alejados del pueblo por una honda cañada divisamos por la vera empinada de la sierra un tajo de chivas que bajaba y tras de ellas a doña Josefa que penosamente se abría paso entre las espinas de matorrales, rocas y agaves, cuando nos emparejamos en la vereda hacia el pueblo vimos con asombro como iba descalza y a la espalda llevaba una par de huaraches colgados, mientras con sus maltratados pies hacia a un lado los tallos espinosos de la lechuguilla esquivando las rocas sueltas de la pendiente y con la mano sostenía el báculo de mando para guiar unas 30 chivas, cuando estuvimos cerca le preguntamos: -oiga doña Josefa, ¿por qué no se pone las chanclas? a lo cual respondió: “Porque se me gastan”. Y al llegar a lo más plano de la vereda procedió a ponérselas ya casi al llegar al pueblo. Así es la vida en el campo y así es su gente.

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