Crónicas de un saltillense agringado
Héctor A. Calles.
Los primeros años en la ciudad de Austin en Texas yo sólo sabía esbozar una sonrisa a modo de careta, acompañada de una risa cacareada como mejor respuesta a cualquiera que me dirigiese la palabra en inglés. Le caminas rápido, te volteas para otro lado con tal de evitar la incómoda situación de no poder explicar que no entiendes qué fregados te están diciendo y por consiguiente no puedes responder nada coherente. Imaginar que la gente local me podía estar percibiendo como una persona, por decirlo elegantemente “fuera de lugar”, me calaba como picada de abeja en plena jeta.
Yo encarnaba el típico caso del mexicano, medio talentoso y soñador, que viene por primera vez a vivir en los Estados Unidos, pero resulta que llega con esa expectativa de haber visto películas o revistas gringas con fotos espectaculares e ideas de que acá todo es más chingón y de pronto, ¡Pum! te cae en la cara el agua fría de la realidad; resulta que sí, acá todo es muy bonito, pero te das cuenta que la mayoría de la gente te toma como lo que a ellos les parece que eres y no como lo que tú crees que eres.
Admito que las cosas me parecieron difíciles, quizá doblemente, triplemente difíciles y que mi sueño de lograr destacar abiertamente tuvo que prescindir de cosas que antes daba por hecho; adiós amigos en buenas posiciones, familiares y el aura general de protección de mi anterior grupo social en México. Así que si mi visión era venir a flotar a los Estados Unidos en las nubes del éxito, las cosas se me estaban desglosando más o menos así: Tienes que chingarte un buen rato tú solito y le batallas si quieres crecer de verdad y eso sí acaso traes algo valioso, un talento indiscutible o algo con lo que puedas brillar, si no, pues mejor hazte a un lado y ponle duro a la chamba que te toque y ahí se me queda mijo, bien calladito y quietecito.
Nunca me fue fácil digerir estas ideas de aislamiento mental. Estar pinchemente solo, sin mis antiguos cuates y lugares comunes fue doloroso, por eso en la actualidad a veces me dan ganas de aplaudirle a todos esos humildes paisas, cabrones como ellos solos, que se quedan aquí y la hacen de verdad en grande y llegan a ser dueños de prósperos negocios. Ni idea tengo como hacen para soportar esta sofocante y a veces infernal presión social. Ahora que por ejemplo, si alguien llega a establecerse como junior -como está empezando a suceder en estos últimos años-y ya viene con todo el poder del billete, entonces las cosas -teóricamente- podrían salir más fáciles, sin embargo, llegar desplegando la clásica actitud de “junior a la mexicana” sólo lleva a hacerse de muchos enemigos, muy rápido y muy fácil. Aquí hay miles de personas que llegaron primero, que se fregaron trabajando, que ya hicieron fortuna y de pronto de la nada viene algún chavo riquillo y les cae por sorpresa con una actitud pendeja y prepotente, el resultado, según me ha tocado atestiguar de varias maneras, puede ser humillante y aleccionador.
En mi caso y en mi condición, yo más bien llegué acá como un clasemediero, jodidón económicamente, pero eso sí… admito que siempre he sido ligeramente pretencioso. Claro que tuve que olvidarme de muchas cosas incómodas, entre ellas que cuando salí de Saltillo, a finales de los años 90, pues en realidad yo no era más que un simple empleado del gobierno estatal en turno. Aunque la verdad, no haber sido profeta en mi tierra me ayudó mucho a que no me importara tanto ser otro mecsican más por acá. La neta es que al menos me sentía chingón soñando con la posibilidad de que quizá algún día me convertiría por mi cuenta en otro Rico Mac Pato.
Con el paso de los meses logré deshacerme del morboso peso de mi antiguo orgullo y simplemente adopté otra forma de orgullo más conveniente para mi bienestar y me puse a trabajar en donde pude. Empecé en una fábrica y por principio de cuentas logré sobrevivir, lo que fue definitivamente más importante que algún gringo supiera que yo me las daba de muy intelectual y artista, y que según yo tenía un gran potencial para armarla en grande y pendejadas por el estilo. Pronto me empezó a valer madres la situación y gracias a ese genuino desapego encontré las circunstancias ideales para emprender una nueva tarea; escribir la que sería mi primera novela. Mal que bien, ahí me la iba llevando, unas veces engañándome solo y otras empezando a madurar de verdad.
|