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Diciembre 2013
Edición No. 298
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justicia
Doña justicia…una dama desaparecida

 

Fernando Antonio Cárdenas González


Platican que un día alguien observó a una vieja caminando por los estrechos andadores de un cementerio, ya en anteriores ocasiones había visto a la anciana deambular por aquel terreno lleno de tumbas y cipreses. Queriendo ayudarla se acercó a ella para auxiliarla a encontrar alguna tumba en especial.

El saludo fue cordial, breve, pero la mujer no ofreció mayor acceso a una plática mayor. ¿Puedo ayudarla? Le preguntó el hombre y añadió ¿Busca alguna tumba de un familiar? La vieja agradeció el interés con una sonrisa apenas esbozada y le dijo ¡No!, no busco ninguna tumba, sólo camino por estos estrechos corredores para meditar y reflexionar.

La dama no detenía sus pasos y ante aquella respuesta, el hombre fue asaltado por la curiosidad y decidió platicar con la señora misteriosa, sin embargo, hubo un momento en que lo invadió un escalofrío al pensar en algo sobrenatural, pero era de día y aquella mujer que caminaba lerdo y con dificultad, transmitía confianza y tranquilidad, por lo que ese temor se desvaneció inmediatamente.

Pronto la alcanzó y poniéndose por delante le dijo: ¿No le molesta decirme sobre sus meditaciones? La vieja lo pensó un momento y luego le refutó sentándose sobre una lápida ¡No!, no me molesta, agradezco su interés, es bueno que quiera saberlo y es bueno que yo se lo diga, porque alguien y muchos, tienen que saber mis meditaciones, tome asiento. Así lo hizo el amigo y de pronto se vio como un reportero ante una persona para entrevistarla.

Mi nombre es Justicia, así, simplemente Justicia, hoy me añadieron el nombre de doña, pero no por mis bienes, sino por mis achaques, así que si quieres llamarme Doña Justicia puedes hacerlo. En este momento la Doña ya había roto el turrón.

He caminado leyendo nombres de personas que hoy habitan otras regiones o dimensiones y pienso que, sin duda, todos estos hombres y mujeres hablaron de mí, unos pidieron justicia, otros esperaban inútilmente se les hiciera algo de justicia, los más aspiraron encontrar, después de la partida terrenal, la justicia divina.

Te digo que en mi plenitud brillé con mucha elegancia, sobre todo después de aquellas gestas libertadoras y revolucionarias. Los más grandes líderes me enarbolaron como estandarte y todas las diosas y virtudes me envidiaron porque todos hablaban de mí, de la resplandeciente Justicia.

Hubo algunos líderes que, a decir verdad, me supieron seducir y conquistar y yo, sin pensarlo, me entregué a ellos ¡Claro! estamos hablando de aquellos tiempos cuando era moza, bella, entera y fogosa. Yo misma me enamoré de algunos y de los primeros que recuerdo esta un apuesto galán, jovencito, pero muy, muy hombre, a él le quedé a deber, murió temprano, tenía veintiún años ¡Qué lástima!, su nombre: Cuauhtémoc, Águila que Cae, a él le di algo, pero no toda la justicia que merecía. La patria a donde fueron a parar todos los tesoros de mi líder ni siquiera le dedicaron una callecita a su memoria ni mucho menos un monumento: nada de justicia, pues la justicia se la llevaron y reconocieron a otros.

Pasó el tiempo, sigue relatando su vida la señora Justicia, me escondieron, los posibles líderes no llegaron y éstos aparecieron hasta mil ochocientos, ahí, en reuniones secretas, volvieron a mencionar mi nombre y en el año diez estalló el movimiento y todos pidieron justicia para aquellos pobres indios explotados, humillados y pisoteados y así decidí acompañar a un puñado de muchachos a los que lideraba un sacerdote, lamentablemente, pronto, muy pronto, fueron sofocadas las llamas de la libertad y yo fui nuevamente escondida, pero fue por poco tiempo, ya que otro cura moreno y bravo me adoptó y luchó como león para imponerme en aquel mundo de injusticias, pero igual que a los otros, un día lo traicionaron, lo apresaron y mataron a este hermoso caudillo.

Sin embargo, ya para entonces traía yo muchos simpatizantes; recuerdo a varios, uno de ellos se llamaba Vicente que, junto con Agustín, lograron la total independencia y me fui a los palacios, tiempos hermosos, pero todo se acaba y apareció nuevamente la niebla y los nubarrones que ocultaban mi refulgencia y virtudes.

Posteriormente brilla por derecho propio un campeón de todo mi gusto, serio, sobrio, tajante y auténtico ¡Ay, cómo viví feliz con él! Era yo y yo era él, se llamaba: Benito. Siguió el tiempo, él murió y los tiempos cambiaron hasta con el maquillaje, el lenguaje, parecía que todo estaba bien: buen vino, buena música, decorados, vestidos, perfumes y lujos, casi todos con aroma de Francia y yo me encontraba algo oculta hasta que en el diez del siglo XX brota otra vez la llama de la insurrección y una noche se vació el gobierno y don Porfirio dejó la silla a un chaparrito muy bueno que decidió darme un sitio de privilegio, duró poco el gusto, pues lo mató el mismo ejército que él conservó y yo salí corriendo al campo de batalla porque el país se incendió.

Ahí, en los montes, conocí varios buenos gallos que me impusieron en sus estandartes: un bigotón guapo, bravo y soñador que se llamaba Emiliano, pero cuando fui al Norte conocí al titán de titanes, sí, a un hombrón hecho de tierra y metal con una personalidad avasalladora: Francisco, pero todos le decían Pancho ¡Ah, cómo me quería él a mí y yo a él!, íntegro, cabal, algo iletrado, pero muy noble y franco, lo acusarían de hacerse justicia por sí mismo, pero había que analizar tiempos y formas.

Traté también a otro líder muy fuerte, macizo, ya maduro, un hombre de obras y hechos: Venustiano, sólo que aquí, a estas alturas, las circunstancias de la patria requerían de obras y cambios vertiginosos, se metieron en la tómbola muchos intereses y en mi nombre se cometieron infinidad de injusticias y crímenes.

Cayó Zapata, Villa, Carranza y se sostuvo Obregón, hombre íntegro con ópticas diferentes y debilidades por el poder, pronto también fue muerto. Se mantuvo Plutarco largos años, ya con altibajos, hasta que llegó un automóvil hasta las puertas de la mansión de los Calles y se fue a despedir exiliado o deportado.

El país se sintió seguro, la mano fuerte de un militar ejemplar había tomado el poder, un hombre patriota, fuera afeites, llegó el Tata, un hombrón michoacano con amor desmedido por el campo y amante de la justicia, sí ¡Enamorado perdidamente de mí!, no medía terrenos y un buen día me enarboló como estandarte contra la nación más poderosa del mundo y les quitó de tajo la teta descomunal que era el uso y explotación del petróleo ¡Tiempos de gloria!, yo a mis anchas, se hizo justicia a los obreros y sobre todo a los campesinos, expropió la tierra y la repartió entre los que no tenían ni una maceta.

En ese momento de la historia, la justicia, o sea yo, en los fuertes brazos de Don Tata fui presentada en foros internacionales y en gestas históricas cuando se recibieron a cantidad de refugiados españoles y de otras naciones ¡Qué mexicano!, ¡Qué gran humano! Y ya a estas alturas de la conversación nuestro entrevistador ni siquiera se daba cuenta que el tiempo pasaba sin sentirlo, él seguía anonadado con el relato de Doña Justicia.

Una noche, en palacio, el general bienhechor habló conmigo y me dijo: Te vas a ir a la Corte de Justicia y de ahí multiplicándote a cada uno de los juzgados y a todas las salas e instancias donde se presume que te hallarán ¡Es una orden, no hay más opción que obedecer!, y rápido me trasladé donde el Tata me señaló. Estuve en tribunales, auditorios, juntas, colegios y salas de gobierno y se me encontraba fácilmente, pero, sí, el pero amargo, terminó su mandato y él sí supo dejar el poder, creyó que ya estaba la obra consumada, pobre iluso, bueno, yo diría mejor noble y confiado.

Con la partida del Tata aquello se fue carcomiendo, raras enfermedades atacaron al sistema de justicia y, más temprano que tarde, con todo dolor lo confieso, después de haberme tratado como una dama, me vi prostituida, sometida, vituperada, podrida y humillada, tomaron las riendas falsos líderes soberbios, ambiciosos, codiciosos y desvergonzados utilizándome horriblemente toda vez que verdaderas legiones de pseudoabogados, pseudomagistrados y pseudojueces traficaron conmigo, vendiéndome criminalmente al mejor postor a cambio de pedrería fina, joyas e infinidad de moches y embutes pasando por altas mordidas y componendas, ahí andaba yo en el fango y todavía no salgo de él.

Me siento devaluada y deshonrada y, te digo, muchos de los legisladores también están en mi contra produciendo leyes carentes de justicia, ajenas al sentido social, apartadas de la idiosincrasia del pueblo y lo hacen para revestir de justicia y moralidad todo tipo de latrocinios y abusos ¡Qué perversidad! Confunden para su beneficio la ley con la justicia.

Ya no he tenido valor para presentar mi virtud con precisión, actualmente, cuando doy la cara es por orden de algún mandatario que ordena que me den una maquillada y me presenten, pero me reconozco enferma, débil, desatendida, sola y mi interés por asistir a este lugar, al que llamo la estación final, es sólo para saber si he estado equivocada en mis conceptos sobre la justicia, pues con todo lo que he vivido y visto he puesto en duda mis ideales y razón de ser, pero también reconozco que la situación que vivo no es responsabilidad sólo de ellos, sino también de muchas personas que viven en la comodidad, en la mediocracia olvidando el pasado y lo mucho que ha costado a la humanidad luchar por este ideal. No saben que con su proceder cometen el mayor de los pecados: El de omisión. Para yo brillar requiero de la participación y concientización de todos y, si no de todos, de la mayoría ¡Vaya tarea difícil!

Vengo a este lugar a ver, si aparte del cadáver, existe alguna otra cámara donde el muerto pueda sacar a la otra dimensión todo o parte de lo que con tanta desvergüenza y celo persiguieron durante toda su vida y tristemente encuentro que no. Los muertos no se llevan nada de lo que tanto ambicionaron y llegan desnudos, totalmente inermes e indefensos ante los ojos de mi madre: La Justicia Divina y te digo, ella sí los va a chingar, de ella no se van a salvar porque ella si es la justicia verdadera, incorruptible, inapelable, inobjetable y yo, sencillamente, justicia humana y, por lo tanto, falible.

Te dejo, ya fue suficiente por hoy, ya te platiqué a vuelo de pájaro mis meditaciones y experiencias. Y así cerró de pronto la conversación aquella interesante vieja y se fue… se perdió muy pronto por aquellos corredores y cipreses diciendo en voz baja: Voy en busca de mi prima la esperanza, necesito fortalecer mi fe para no perder la vocación de mi ministerio en este mundo que ha invertido el valor de lo cualitativo por lo cuantitativo haciendo con esto más complejo conceder justicia a mi semejante.

 
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