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Febrero 2013
Edición No. 288
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ninfa de saltillo
Réquiem por mi ciudad

Alfredo Velázquez Valle.

La ciudad de Saltillo ha tenido que sobrellevar durante un tiempo relativamente largo la inclemencia del tiempo (no llueve, se sufre de temperaturas extremas en verano e invierno, etc.) y, además la inclemencia del ciudadano (generador de contaminación por monóxido de carbono por la actividad de fábricas nocivas y uso indiscriminado de automóviles, etc.)

De lo primero, lo segundo es causante, y con tristeza vemos que no hay aún conciencia del daño irreversible que causa esta manera de llevar la vida: a costa de tantos y tantos perjuicios sociales y ambientales.

La ciudad, cuatro veces centenaria, ha resentido el embate de la globalidad neoliberal y el desprecio ciudadano, el abandono general y la falta de conciencia social -objetivada en la ciudadanía y las autoridades- han primado sobre el casi nulo empeño por preservarla y embellecerla.

Debido a ello, el Centro Histórico de Saltillo ha resultado ser la víctima más vulnerable en esta trágica avalancha de males que hoy nos comen.

¿Cuántos monumentos históricos se han perdido por ignorancia y/o negligencia, por “falta de rentabilidad”, o por intereses ajenos de todo tipo? No hay respuesta a ello. No hay manera de contabilizar los mortales desaciertos que gobernados y gobernantes han hecho de los edificios y monumentos históricos en Saltillo.

El último evento que ha acompañado la sistemática destrucción de inmuebles centenarios de la ciudad, con la anuencia de la dirección del Centro Histórico (y sin ella, también), ha sido el imperdonable descuido con que se desmanteló un horrible árbol navideño en la Plaza de Armas.

Ello nos ha costado la pieza original que adornaba la parte superior de la fuente central del corazón mismo de la ciudad. Una pieza irreparable, única y querida por los saltillenses.

“Se puede reproducir”, “se podrá restaurar”, “ya se iba a cambiar por otra”, han dicho los especialistas del INAH; sin embargo, el daño es irreversible y eso deberían saberlo los propios delegados del Instituto en Coahuila. Lamentables las declaraciones vertidas por estos señores a unas horas de haber sucedido el accidente. Un conocimiento tan estrecho sobre lo que representa un monumento histórico da idea del por qué el propio centro de la ciudad esté como está…

Del Saltillo antiguo ya casi nada queda y aún siguen demoliéndose casas que el propio INAH debería resguardar cuando no la propia dirección del Centro Histórico, si no ¿para qué la razón de su existencia?

Duele ver que aquellas casonas, alguna vez símbolo inequívoco de ciudad provinciana, van desapareciendo y con ellas la historia viva de lo que alguna vez fue una ciudad bella del noreste de México, aunque algunos difieran en ello.

Herrería, ladrillo de fábrica (de aquel que producía el empresario coahuilense Dámaso Rodríguez), adobe de esta tierra y madera (empleada en morillos de techos, puertas y ventanas trabajadas por manos de ebanistas) hoy son, con notables excepciones, materia de escombro, ruina y olvido.

Quiero a mi ciudad, mis antepasados vivieron de hace siglos aquí y a través del paisaje aprendí a respetarla y a cuidarla. No me resigno (y creo que jamás lo haré) a contemplar este holocausto lento e inexorable que sobre los ya escasísimos edificios históricos se lleva a cabo.

El codicioso e inculto comerciante del centro, que con una impunidad increíble acabó con el primer cuadro, al derrumbar bellas fachadas de época para colocar en su lugar espantosas cortinas metálicas, las autoridades que, indiferentes, cruzaron los brazos ante este actuar y lo justificaron, los propietarios que, a propósito, dejan caer estas casas antiguas para alegar después su imposibilidad de restauración (esquina nororiente de las calles Obregón y Pérez Treviño, por ejemplo) y el vandalismo (expresado primeramente en el graffiti y antros nocturnos) van como compañeros, codo a codo, en este acto ominoso de desdibujo, de destrucción de lo poco que aún nos queda de identidad arquitectónica.

Agoniza, moribunda está mi ciudad y hoy no tengo más que un ruego por el alma de ella; una forma burda de expresar con palabras lo que mi corazón siente cuando la propia ruina se convierte en paisaje (des) naturalizado de mis calles añejas y, hoy, de la misma Plaza Mayor.

 
 
 
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