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Julio 2013
Edición No. 293
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Una historia personal de la
democracia electoral en Saltillo



Arturo Rodríguez García

Hay un momento en que las sociedades parecen optar por su madurez, su raciocinio, por su estatura ciudadana y creen volverse protagonistas de las grandes transformaciones. Otras veces, la opción se procura por el desencanto, la incredulidad ante fórmulas desgastadas por tanto uso y la ansiedad por conseguir un cambio.

Qué más da. Ambas opciones son falaces, ingenuidades cívicas alimentadas por un sistema que hace de la democracia electoral un pretendido baluarte del principio de igualdad que, como todo principio, es utopía.

Mi más viejo recuerdo electoral se remonta a 1982. Cosas del sistema, la casilla de la calle Armillita estaba repleta de parientes: una prima era representante del PARM, una tía era presidenta de casilla y otra, naturalmente profesora, era representante del PRI, los demás puestos se repartieron entre los vecinos. Se elegía a un presidente que me imaginaba vivía por donde circulaba el desvencijado transporte urbano conocido entonces como el “delfín”, es decir en la colonia Lamadrid, pero no, así se apellidaba, De la Madrid.

Todos en la casilla tenían rostro de importancia y frecuente fue la reprimenda por andar jugando en ese altar a la responsabilidad cívica. Poco después del mediodía sus rostros eran de terror. Un grupo de panistas entró al lugar causando alboroto, jalaron la cortina del pobre hombre que puso su casa para la casilla, cubriendo a mi conspicua parentela que quedó manoteando bajo la pesada lona.

“Fue Burciaga, fue Burciaga”, gritaban todos refiriéndose a Lorenzo, el veterano panista que para mejores señas era el que arreglaba los refrigeradores y lavadoras de todo los vecinos erigidos aquel día en funcionarios de casilla y fieles defensores de la democracia. Era bravo el hombre, y en el alborto alcancé a escuchar por primera vez la palabra fraude. Claro que nadie dejó de darle los buenos días y le siguieron llevando sus refrigeradores y lavadoras.

Muy cerca de la iglesia del Perpetuo Socorro vivían otros familiares. En casa de uno de ellos jugaban conmigo unos muchachos, compañeros de la universidad de mi tío. A uno de ellos le decían Kalimán y yo pensaba que así se llamaba. Ahora sé que debió ser 1983, año en que un vecino mordaz bautizó a sus perros, unos cachorros french poodle, como Valeriano y Catón.

Después ya nunca volví a ver al Kalimán. Más grande me enteré que lo mataron cuando marchaba protestando por un fraude electoral en la universidad, balaceado durante una marcha rumbo a la Ciudad de México. Y también más grande supe quiénes eran Valeriano y Catón, prósperos saltillenses, el segundo de los cuales inspira homenajes, nomenclaturas, bibliotecas que llevan su nombre y que goza de la cercanía con los poderosos. Claro que en el barrio, era el perro de mi compa el Óscar.

Luego fue 1984. Efervescencia de barrio, simple sonoridad de rima fácil, carisma, dinero y corpulencia. Por todos lados se repartía un librito verde que no creo alguien haya leído y tenía las siglas del PARM. No sé si había un anhelo democrático pero el estribillo era popular: “abran paso que ahí va Masso”. En lo personal, con seis o siete años de edad, la única vez que lo vi me dio miedo el gigantón ese que parecía empujar a todos abriéndose paso sin que alguien le hiciera frente, antes le aplaudían. En la escuela, imitábamos su corpachón, diciendo abran paso…

Si me atengo a esos recuerdos y no a la historia regional, diría que se enojó porque le hicieron fraude y varios vecinos iban a un campamento, aunque yo me imaginaba a don Ramiro de la Peña, vecino trabajador de Pemex, vestido de Boy Scout.

En la escuela siempre nos hablaron de héroes y villanos, de los buenos y los malos. Así que en 1988, cuando los profesores de la escuela hablaban con los padres de familia les recomendaban que votaran por Salinas de Gortari yo pregunté por qué no se votaba por Cuáhutemoc, pues era hijo de uno de los buenos. Me dijeron que era mala educación interrumpir a los mayores y que ya entendería cuando estuviera grande.

Sí entendí más grande, pero si me hubiera quedado como querían los profesores, sólo tendría el recuerdo de un señor con mala cara que también se enojó porque decía que le hicieron fraude y que era hijo del de la Expropiación Petrolera.

Quiso el destino que en 1990, mi vecino Óscar volviera a tener camada de cachorros y esa vez sólo se quedó con uno, llamado Rosendo. En el barrio, el contagio de la marcha era notable: “votaremos por el PAN…” y aunque ninguno votaba ni podría hacerlo formalmente hasta unos seis o siete años después, todos la cantábamos.

Ya para esa edad, aunque no se quiera, se escucha a los conductores de radio. Había uno, Alfredo Dávila, que como pocos hablaba de Rosendo. Que si quería prohibir la minifalda, que si había soltado las redadas, que si la señora Nelly le hacía el juego…

Yo no entendía mucho, pero un día que jugábamos futbol en medio de la calle, pues en mi barrio nunca hubo ni hay parque público, llegó la redada. Como no teníamos delito nos hicimos a un lado, igual que cuando pasaba cualquier otro carro, pero ahí se frenaron. Bajaron, nos formaron, nos cachearon, nos esposaron y todavía no sé cuál fue la razón por la que nos agarraron a golpes con los kendos. Luego se fueron. Yo sólo pensé: fue Rosendo Villarreal.

Llegó 1993 y ya tenía unos 15 años. Me invitaron de observador electoral, algo que hasta la fecha no sé si pueda hacer un menor de edad, pero ahí andaba. El caso es que llegué a una casilla donde también había puros parientes, en la colonia Oceanía y, de muy buena gana, me dejaron votar para que ya fuera aprendiendo. De puro coraje contra el de las redadas, voté por Jesús González Schmall, el único que lo había fustigado en la campaña.

Unos años después entré al ICH, y era Consejero Universitario. Mario Alberto Ochoa y Marco Antonio Tamez, mis profesores, hablaron conmigo y me dijeron que me lanzara al consejo universitario. Claro que gané sin hacer campaña ni de volantes.

Mi primera sesión de Consejo Universitario fue un escándalo: unas señoras que decían ser enfermeras del Hospital Universitario, intentaban entrar al Ateneo Fuente. Vi a Francisco Navarro Montenegro con un altavoz coreando las consignas. No entré, pues me quedé observando la escena. Algo ocurrió en los empujones que un gigantesco vidrio de las puertas del Ateneo se rompió y los porros empezaron a replegar a las humildes mujeres que supongo reivindicaban algún derecho laboral.

Entre el gentío, un señor adusto al que ni porros ni enfermeras tocaron, les dijo a las manifestantes: no caigan en la provocación, se dio media vuelta y salió con paso firme hacia la explanada. Era José Guadalupe Robledo. Quise decirle que era consejero y podía tomar la palabra adentro, pero ni caso me hizo, supongo que no quiso exponer la integridad de las mujeres.

Tiempo después coincidí con él en una mesa del restaurante Arcasa. No recuerdo si fue ahí o en El Periódico de Saltillo, pero estoy seguro de que fue él quien dijo que había una concertasesión y que Salomón Abedrop, el candidato del PRI, perdería frente a Manuel López Villarreal, quien a la postre ganó.

Luego ya fui mayor de edad y jamás fui a votar.

En 1996 pasó algo similar a lo de ahora. Los municipios más importantes los ganó el PAN y el congreso quedó dividido. Por primera vez, el congreso local no tuvo mayoría absoluta y sin embargo, nada impidió a Rogelio Montemayor gobernar y salir inmaculado del puesto.

Un diputado panista de aquella legislatura, Rafael Rico, resultó ser muy buena fuente y yo iniciaba como reportero. Un día me citó. Presentaría un punto de acuerdo contra Manuel López, aun siendo de su mismo partido. Un grupo de colonos del nor-poniente de Saltillo, le habían pedido su ayuda pues había un terreno repleto de desechos, un refugio de malvivientes que ya habían intentado agredir sexualmente a las muchachas del barrio que tenían que pasar por ahí. Resultó que el terreno era de los López y el ayuntamiento no los sancionaba.

Terminó la legislatura y Rafael Rico ya nada pudo hacer en Saltillo. Ahora vive en el extranjero. Lo que son las cosas: una de las propuestas de Isidro López, es el reordenamiento territorial.

Tras las elecciones en Saltillo, recordé todo esto por una charla con Robledo quien hace años publicó una entrevista con Lorenzo Burciaga quien decía que la familia López jamás perdía una elección e imponían hasta a las reinas del Colegio Plancarte (hoy La Paz). Yo se lo pregunté después, un día que tomó él solo el comité del PAN, en protesta contra los López y en especial contra Rosendo, en 2002.

Sin casa encuestadora ni estimaciones dizque privilegiadas, Robledo fue el único que anticipó que Isidro López Villarreal ganaría la elección.

Pero los ciudadanos siguen creyendo en su papel de guardianes de la democracia. Triste conciencia política. Aun concediéndoles la posibilidad de reflejar la voluntad popular en las urnas, no se les puede conceder que tengan tan mala memoria.

Desde esta historia personal, es fácil ver que el cuestionado actual alcalde de Saltillo es nieto de Jorge Masso, quien se enfrentó a José de las Fuentes Rodríguez -el mismo que provocó la crisis universitaria en la que murió el Kalimán-, padre de Fernando de las Fuentes, el candidato priísta derrotado el 7 de julio, cuya carrera política floreció en el gobierno de Rogelio Montemayor, quien indultó a Rosendo Villarreal de la deuda millonaria que contrató sin autorización del congreso ni del cabildo y cuyo sobrino, Manuel -el hermano del Isidro que ganó la pasada elección municipal-, pagó también sin autorización cuando fue alcalde.

Ellos iban a votar en familia desde niños, con sus ayudantes y guaruras, rodeados de fotógrafos y camarógrafos que buscaban el efímero momento en que los poderosos votan para documentar las incidencias del día. Nunca vieron el robo de una urna, ni se les quiso acarrear, ni les importó ser observadores electorales, ni tuvieron un conocido muerto en una lucha social, ni simpatizaron con una causa obrera, ni les importó la seguridad ciudadana con tal de no gastar, ni se preocuparon por qué partido gana las elecciones, ni les importa la democracia y mucho menos la igualdad.

Ellos convivieron en el colegio privado y no en la escuela donde los profesores tiran línea. Así como a Burciaga le siguieron llevando lavadoras, ellos se encuentran en el Casino y en el Campestre. Cuando dejaron los palos de golf para participar en política fue sólo porque los negocios estaban decaídos. Uno puede rentarle una nave industrial al otro que a su vez, se atenderá en el hospital privado que posee aquel cuando lo requiera, porque ellos no andan buscando trabajo sino “generar fuentes de empleo”, no van al seguro social ni necesitan seguro popular.

Cuando alzaron la voz por la inseguridad fue porque les secuestraron a uno de los suyos, pero no sintieron que muriera Francisco Navarro Montenegro, ni les mereció una palabra el hombre que consiguió vivienda para la chusma hambreada que aquellos, sus padres y sus abuelos tenían en la miseria.

Esa chusma que estorbó cuando ya no fue barata como mano de obra y que hoy se usa como clientela electoral a la que convencen con despensas, pero que en su miseria se convierte en semillero de sicarios que ahora retan, confrontan, humillan, cooptan, son personificación del mal, pero remanente de sus historias de enriquecimiento.

Ellos son los grupos de poder, clanes predestinados para gobernar mientras los ciudadanos votan y fortalecen la democracia.

 
 
 
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