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Noviembre 2013
Edición No. 297
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gringoCrónicas de un saltillense agringado



Héctor A. Calles.

Era una noche de diciembre a finales de 1996. El momento definitivo estaba a minutos de ocurrir. Había renunciado a mi trabajo en Saltillo y regalado toda mi colección de libros; uno no regala sus libros sólo porque sí. Era un gesto personal que me recordaba que no había marcha atrás. El autobús con el omnipresente olor a Vainillo Cotorro arribó al cruce fronterizo de Nuevo Laredo.

Mi garganta estaba reseca y la ansiedad me hacía cosquillas. Busqué un chicle para disimular las horas con la boca cerrada. Me sentí consciente de mi ropa barata de supermercado. De pronto nada era apropiado para lucir seguro. -¡Pasaporte en la mano, todos!, dijo alguien en voz alta. Empezamos a desfilar lentamente hacia la salida del camión. Yo sentí que mi caminar era ridículo y desfasado, como pingüino. Uno por uno éramos interrogados en la puerta.

-¿A dónde va?- Preguntó con voz de autoridad uno de los uniformados. -Voy a Ostin, respondí tratando de aparentar frescura mientras hacía esfuerzos para que ellos notaran que yo traía buen reloj y CD player con audífonos. Los uniformados se vieron entre si y uno me corrigió haciendo énfasis en la pronunciación: ¿Va para Austin? -Sí. Contesté tratando de no parecer intimidado al tiempo que asentía con la cabeza y los hombros, como lo haría un chavo buena onda.
Confieso que estuve tentado también a levantar la mano y señalar con el dedo para rematar con una risa moderadamente actuada y decir algo como: ¡Ha, ha, ha, sí oficial, exacto, voy para allá! No lo hice. Los oficiales me echaron una última mirada de arriba abajo y me pidieron que pasara a hacer fila para sacar el permiso. No tengo idea que habrán pensado de mí. De pronto eso ya no fue importante. La ansiedad inicial se había desvanecido.

Avancé hacia las oficinas pero con ganas de correr, me creía liberado, como si me hubieran quitado un arma invisible del pecho. Me esperaba una nueva fila; la que lo decidía todo. Me tocó una chica joven, simpática y sonriente, de apariencia mexicana. Su español era perfecto. Yo cargaba tres folders con montones de papeles. Ella sólo revisó lo básico. En otra ventanilla me sacaron la foto y me dieron mi permiso, así de fácil.

Caminé de regreso al autobús muy emocionado, como si fuera parte del grupo de los nuevos aceptados. Sentí un vínculo de unidad con los demás y hablaba con los otros pasajeros del camión con voz disimuladamente chiflada, como niño ganador en un juego de canicas. Nos retiramos todos completos, nadie se quedó.

Más adelante nos detuvieron en una garita. Un oficial de inmigración, güerito con sombrero texano, subió al autobús a revisarnos. Imitando a los demás saqué de inmediato mi pasaporte, visa y permiso y calculadamente los puse en abanico. Todo sin eventualidades. El autobús arrancó y yo sentí que -ahora sí- atrás se iba quedando parte de mi historia, amores, mi colección de libros, mis amigos y quizá aun flotando en el polvo de Saltillo, mi ombligo de recién nacido.

El camino por recorrer a Austin aún era largo, casi la misma distancia de Saltillo a Nuevo Laredo. Cuando pasamos por unas calles céntricas de la ciudad de San Antonio, se nos emparejó por el lado de mi ventanilla un flamante convertible estilo deportivo, estaba lleno de jóvenes con aspecto latino. Quizá andaban de fiesta, era fin de semana. Uno de ellos nos gritaba y nos hacía señas “Go back, go back, go back”. Se veían muy divertidos mientras nos hacían objeto de sus burlas e intento de humillación. Luego simplemente se marcharon por otra calle.

Horas más tarde llegamos a la central de camiones en Austin, la ciudad capital de Texas. Esta no era una central camionera como la de Saltillo, era más bien una mini central camionera, con un patiecito para unos cuantos camiones atrás y un poco de estacionamiento para el público al frente. Nadie te vende gansitos, ni tamales, ni tortas por la ventana. Si quieres algo de comer tampoco hay restaurantes. El que vende los boletos en la barra es el mismo que te vende agua o refrescos.

Al principio me costó entender que el tamaño de la central de autobuses es proporcional al número de usuarios. En esta ciudad toda la gente tiene sus propios vehículos, por ende sólo hay una centralita. Busqué monedas en mi pantalón, ya venía advertido de que las iba a necesitar. Después de usar por primera vez un teléfono público en este país, me senté a esperar mientras la familia llegaba por mí.

Las voces musicales de los presentadores en los comerciales de TV me transportaron a mi niñez y reviví mis primeras visitas vacacionales de verano a las costas de Texas. Pollo frito, barritas de pescado empanizado, donas glaseadas recién hechas, chicles, nieve exquisita, refrescos, cajas de fantásticos cereales con premios, palomitas acarameladas con cacahuates, césped cortadito y múltiples voces en inglés que aun eran ininteligibles para mí.

Empecé lentamente a asimilarlo. Estoy en Estados Unidos. Sí, ya estoy en Estados Unidos.

 
 
 
hector_calles@hotmail.com
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