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el periodico de saltillo
Octubre 2014, edición #308



Mellar el filo al cuchillo, o la cooptación de las otredades

“…es verdad que la igualdad abstracta de los hombres ante la ley no elimina sus desigualdades materiales ni suprime de modo alguno las contingencias generales que rodean el status económico y social que ellos poseen.”
H. Marcuse.


Alfredo Velázquez Valle.

El complejo problema de las minorías y su incursión en los espacios reservados a “la normalidad”, ha comenzado a ser resuelto por los Estados democrático-burgueses de occidente de manera más o menos lenta, pero favorable a las mismas; otredades, que buscan desesperadas, el inmediato cobijo de la legalidad jurídica; certeza misma que da pie a “beneficios sociales”, siempre y cuando…

En esta dinámica, cuasi mundial, de inclusión de minorías o grupos vulnerables (¿y quién no lo es actualmente, ante la avalancha de amenazas de un capitalismo salvaje, terriblemente depredador), el Estado neoliberal mexicano (a través de sus entidades federadas), ahora prosigue su tarea de cooptar no los movimientos obreros o sindicales, que ya no existen; más bien, hoy su objetivo es cobijar bajo la tela raída del aparato jurídico, las minorías u otredades que, no inscritas aún en el registro de ciudadanía normalizada, esperan dóciles su turno, según el orden de prioridades que el propio Estado clasista mantiene.

Cuanto más represivo se muestra el Estado, en su tarea de mantener, o incluso, agudizar las relaciones económicas existentes, con el objetivo de generar más plus valor a la casta privilegiada, más necesidad tiene éste, el aparato de Estado, de ofrecer a la “ciudadanía” la imagen de ser un Estado “en movimiento”, benefactor, democrático y comprometido con los derechos ciudadanos.

En la práctica, la represión, que contra las organizaciones obreras, estudiantiles, campesinas, y de denuncia por las innumerables violaciones a los procesos judiciales contra víctimas de la violencia instituida (desaparecidos, ejecutados, reprimidos, etc.), ha quedado en la oscura esfera del México que “no se mueve”; de los casos de historias extraoficiales; sucesos, en fin, que no tienen “reconocimiento” de ningún tipo, mucho menos el jurídico; el México de la impunidad…

Definitivamente, en un país donde impera la corrupción y la impunidad, la inclusión o reconocimiento legal, no resuelve el problema de fondo de las minorías, como por ejemplo, la incorporación al código constitucional de las demandas de grupos ecológicos no anula, en nada, el problema de la gravedad de la corrupción que del entorno natural realizan empresas privadas (nacionales o extranjeras) que, mediante sobornos (de todo tipo) inhabilitan, o parcializan la ejecución de una justicia, nebulosamente justa.

Los derechos de los niños, como los de la mujer, así como los debidos a las comunidades indígenas no han obrado nada efectivo, contundente, por la protección de estos grupos vulnerables; como también, la extensión de la explotación de la mano de obra infantil, su desamparo e indefensión ante la pobreza, su desamparo ante los abusos de los adultos sigue tan rampante como el hambre endémica de los pobres a pesar de la cruzada contra el mismo, y decretada, dicha ofensiva demagógica, por el propio Estado; la mujer, por su parte, y bajo su condición objetiva, sigue siendo blanco de ataques por parte de hombres misóginos; agresiones, que terminan en infinidad de casos en un trágico desenlace. Los indígenas, en conjunto, siguen siendo discriminados y abusados en sus derechos fundamentales, como lo es el derecho a la tierra, de la cual están siendo despojados, o lo serán próximamente, por industrias nacionales o trasnacionales, que han puesto el ojo en recursos explotables ubicados en terrenos comunales. Y, por sobre todos estos derechos (reconocidos jurídicamente, y moralmente por el Estado, pero violados en la cotidianeidad de la vida concreta de los individuos), el derecho sagrado al trabajo, es sujeto de perpetua vejación por parte del sistema que pretende defenderlo…jurídicamente.

Así sucede con la comunidad lésbico gay; el reconocimiento jurídico al status matrimonial no significa el cuestionamiento frontal a una sociedad que discrimina, por principio, bajo razones clasistas. En una sociedad profundamente religiosa, estratificada, racista, prejuiciada y dominada por los medios de difusión conservadores, la acción de legalizar una situación “anormal” no significa, en modo alguno su reconocimiento. Para que ello se diera así, de facto, por una reglamentación jurídica efectiva, tendría que haber cambiado el régimen social que sostiene lo contrario; de otro modo, el que el Estado legalice las uniones lésbico-gay, no significa, en modo alguno, que la sociedad burguesa (y reaccionaria, per se), lo acepte; acaso, disculpar. La homofobia, seguirá dando víctimas, en más de un sentido.

En efecto, los requerimientos, para que una sociedad se transforme de fondo, no han sido presentes en las actuales condiciones. Las fobias, producto de una sociedad decadente, no han sido erradicadas porque el propio modelo económico y social que les abona, aún no ha sido transformado en su propia raíz.

Es así, que un sistema social que tolera los elementos que gravitan fuera o en la periferia de sus leyes (económicas, jurídicas y morales) lo hace en función de su propia preservación; la inclusión, que no aceptación, de todo grupo “anormal” (no asimilado) implica, por principio, el sometimiento de estos sectores a las reglas establecidas para una sociedad que funciona bajo “normalidades” o correas de seguridad que mantienen el status quo.

Para el resto de los “no asimilables”, el aparato represivo del Estado, como lo pueden ser los ejércitos, las policías (de toda laya: privadas, públicas y/o delincuenciales), y la recién creada Gendarmería Nacional, están en funciones óptimas para su labor de garrotazo apaciguador: Ayotzinapa, su lucha, sus normalistas…

El homosexual, como el que abierta y públicamente, manifiesta preferencias, o pareceres distintos al “interés común”, será colonizado si a ello apuntan sus reivindicaciones (…y según el contexto y la coyuntura histórica), pero sin haber logrado su verdadera emancipación; liberación que, sea dicho de paso, no es ajena al del resto de los seres humanos que en masa, en común, vemos alienada de nuestra existencia, por la voluntad de hierro del sistema, que niega el más elemental de los derechos humanos: el derecho a no ser explotado.

Las luchas parcializadas (y por lo tanto debilitadas) y divorciadas de una verdadera confrontación general por la transformación de un modelo económico que divide y segrega por principio y por conservación, son fácilmente desarticuladas y condicionadas en su inclusión al sistema bajo el riesgo, latente, de lo opuesto si no se obedece, o reditúa algún beneficio o apoyo al (des) orden establecido.

De esta manera, el propio sistema se sobrevive y proyecta en el tiempo. Los vasos comunicantes que mantienen el equilibrio de sus componentes, vuelve, nuevamente a nivelar las aguas nada prístinas de los líquidos que lo componen; fluidos, que como el agua y el aceite, se acercan pero no se mezclan, se toleran pero no se aceptan.

Por otra parte, “legalizar” un sentimiento, es matar la esencia del mismo. La recién creada figura jurídica matrimonial, terminará por manifestar las características propias (actuales) de los matrimonios “normales”; ¿Valdrá la pena sacrificar un sentimiento en aras de una normalidad que, aunque de otorgar beneficios tangibles, destroza, entre los engranajes de la gigantesca maquinaria de la normalidad (que nada tiene de natural), lo que de bueno tiene el hombre: su individualidad, su originalidad?

Quizá, la libertad buscada, y el reconocimiento esperado, estén muy lejos de la imposición de ciertas normas de convivencia diseñadas para un sistema de intolerancias; convivencia que es, en última instancia, nota fallida en un concierto para normalidades, y donde la partitura solo es degustada auditivamente por el propio autor que la ejecuta.

 
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