José C. Serrano Cuevas.
Los activistas que atienden la promoción y defensa de los derechos humanos, parecen hallarse en un callejón sin salida. Para justificar su permanencia en el conglomerado social, echan mano de prácticas bastante gastadas que llevan a los participantes a la cosecha de magros resultados.
Sin ir más lejos, este 10 de mayo víctimas indirectas de los desmanes cometidos por la delincuencia organizada, marcharon por las calles de las ciudades más golpeadas por los excesos de los grupos criminales tolerados por quienes deberían atender celosamente la administración e impartición de justicia en este país.
Quienes salieron a la vía pública a protestar por el abandono en que, por años, han quedado sus demandas, reiteran una y otra vez el mismo formato de los reclamos: fotografías de los ausentes adheridas a las prendas de vestir, estribillos de consignas que ya no impactan a nadie, cohesiones, aparentemente, fraternas que dejan al descubierto pugnas irreconciliables.
Cámaras y micrófonos al servicio de los inconformes, están reservados con anticipación, para las oradoras de siempre, las que refritean un discurso más parchado que una colcha de pobre. Su perorata está recargada de reclamos a las autoridades incompetentes de todos los niveles. La retórica las democratiza.
En corrillos se comenta que estas “caudillas” son beneficiarias de algunas prerrogativas que el Estado mexicano autoriza y fomenta. Son escasos los familiares ofendidos por la delincuencia organizada, que tienen a su servicio camionetas de lujo, escoltas imponentes, viáticos para traslados y otras prestaciones importantes.
La escasa legitimidad de su liderazgo en la masa protestante queda seriamente cuestionada por esta contradicción: Yo hago como que te reclamo y tú (gobierno) agradeces mi actuación mediatizadora otorgándome la prestación de mecanismos que garanticen mi seguridad.
Algunos organismos de la sociedad civil que se dicen solidarios con la desgracia de quienes han perdido a un familiar, venden con relativa facilidad la promesa de que los hijos, hijas, madres y padres desaparecidos, regresarán a los hogares enlutados, gracias a la voluntad de una deidad, cuyo poder es infinito. La explotación de la fe no tiene límites.
La víspera del 10 de mayo se publicó en medios una nota, cuyo encabezado dice: “PGR: necesario nuevo plan para combatir el secuestro”. En el cuerpo de la noticia se puede leer que Alberto Elías Beltrán, encargado de despacho de la Procuraduría General de la República, al presidir la 23 reunión nacional del Grupo de Planeación y Análisis Estratégico contra el Secuestro, en Oaxaca, pidió unir esfuerzos y fortalecer la prevención, investigación y sanción al secuestro.
Elías Beltrán estuvo acompañado de Patricia Bugarín, coordinadora nacional Antisecuestro, Álvaro Vizcaíno Zamora, secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, Héctor Anuar Mafud Mafud, secretario de Gobierno de la entidad oaxaqueña y de morralla menor. Tras años de padecer este flagelo (el secuestro) lo menos que se les puede decir a estos personajes es que no tienen madre.
Los activistas, si en verdad quieren ser empáticos con quienes han sido despojados de sus derechos esenciales, deben ser más creativos en sus propuestas. El cómo lo pueden construir con la gente que en la cotidiana supervivencia se reinventa para no sucumbir, o se atorarán en el callejón sin salida.