José C. Serrano Cuevas.
El pasado 26 de noviembre el Senado de la República aprobó reformar la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, para proteger a los menores de acciones punitivas en todos los entornos: familia, escuela, instituciones públicas y privadas, centros de detención y en sus comunidades.
Con 114 votos a favor este proyecto de decreto adiciona el párrafo segundo del artículo 44 de la citada ley que, a letra señala: “Corresponde a quienes ejerzan la patria potestad, tutela o guarda y custodia de niñas, niños y adolescentes, la obligación primordial de proporcionar, dentro de sus responsabilidades y medios económicos, las condiciones de vida suficientes para su sano desarrollo”.
La adición al artículo dice: “Queda prohibido el uso del castigo corporal en todos los ámbitos como método correctivo o disciplinario a niñas, niños y adolescentes.”
Según el dictamen las niñas, niños y adolescentes son titulares de derechos, de ahí la impostergable tarea de que el Estado haya reconocido jurídicamente el pleno respeto a su dignidad e integridad física como cualquier otra persona.
La “chancla voladora”, los cinturonazos, las bofetadas, los jalones de pelos y los manazos han sido y siguen siendo los medios preferidos de los adultos para meter en cintura a las hijas e hijos que se salen de las normas familiares. Y estas medidas correctivas han ido pasando de generación en generación, aunque los resultados obtenidos hayan sido magros.
En las instituciones educativas el menú de castigos presenta algunas variantes: golpes en las corvas con varas de membrillo, reglazos en las puntas de los dedos de las manos, jalones de orejas, lanzamiento de borrador adonde caiga, coscorronazos en la cabeza, y pellizcos en los cachetes, entre otras torturas. ¿Y los resultados? Anodinos.
Así como me educaron a mí, voy a educar a mis hijos, tal como mis padres lo hicieron conmigo. Algunos progenitores utilizan esta expresión tan manida como argumento para justificar su falta de actualización en esa tarea fundamental. Se les olvida que el mundo evoluciona. Son tantos los cambios, y tan veloces, que, al igual que los medios cibernéticos, los jefes de familia pueden volverse obsoletos, cuando utilizan un discurso caduco, sermoneador, perdiendo credibilidad ante sus hijos. Y peor si lo refuerzan con la violencia física.
Si lo que los padres y profesores pretenden en la interrelación con los menores es una convivencia equilibrada, tendrán que trascender la definición primigenia de la palabra disciplina. En sus orígenes se la entendía como la relación autoridad-subordinación, en la que una persona dirige y ordena y otra se somete y obedece.
Una acepción más horizontal señala que la disciplina está definida como la manera ordenada y sistemática de hacer las cosas, siguiendo un conjunto de reglas y normas que, por lo general, la rige una actividad o una organización.
Antes, la obediencia era una gran virtud; llegó a considerarse un valor que debía premiarse. Hoy, la sociedad no necesita gente obediente, sino gente crítica y con iniciativa. La obediencia ciega lleva a la mutilación de la libertad de conciencia; los sometidos son la caja de resonancia que, con su servilismo exacerbado, mitifican a los gesticuladores.
Lo que sigue es difundir, entre los destinatarios de la citada reforma, la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, mediante formatos didácticos que faciliten la comprensión del texto. La organización de talleres que incluyan mesas de discusión y análisis es una opción viable para estos menesteres. De no hacerlo, dicha ley sería como muchas otras, sólo letra muerta.