Los mexicanos no sabemos nada de ciudadanía, de gobernanza ni de solidaridad social

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La democracia consiste en poner bajo control al poder político.
Karl Popper

Jorge Arturo Estrada García.

Los mexicanos no somos demócratas, ni nos interesa serlo. A nuestros políticos tampoco, nos prefieren distraídos y ausentes. El país está inmerso en un proceso de destrucción y desmantelamiento de las instituciones, sin intentos de regeneración. Pareciera que lo único que quedará será un sujeto impartiendo órdenes y discursos. La pandemia arrasa con la economía y los sueños de progreso. La inseguridad y los pésimos sistemas de salud y de educación ya estaban instalados. Seremos casi 120 millones de desconfiados muy solitarios. Cómo saldremos de todo esto, seguramente más jodidos y odiándonos más.

Las crisis han sido recurrentes en México, a veces por neoliberales, otras por corrupción y otras por pendejos, sentenciaría Manuel Clouthier, hijo (der.)

La existencia de la democracia en México siempre ha sido motivo de debate. Pasamos de la dictablanda o dictadura perfecta a las transiciones panistas y al rebrote del tricolor, para entrar en el mesianismo. Lo que construimos fue precario y mal hecho.  Los mexicanos no sabemos nada de ciudadanía, de gobernanza ni de solidaridad social. Lo peor es que no queremos aprender ni involucrarnos. El neoliberalismo nos volvió solitarios, dicen los expertos y así parece. De esta forma, resolvemos nuestros pequeños y grandes problemas para lidiar con todos los que siguen cayendo, uno tras otro. Los que se generan por las incapacidades nuestras y ajenas, y las propias injusticias del modelo.

Solitarios, luchamos por salir de problemas. Navegamos como zombis por la pandemia, la Chairósfera o trepados en el ladrillo fifí. Defendemos a partidos y personajes con pasión, a tipos a los que ni les importamos. Pasión que deberíamos implementar en mejores causas. Hay quien dice que la multitud de derrotas que la vida nos propina, la transformamos en odio y esperanza. Odio a los corruptos que se enriquecieron mientras vivimos con un pie a al borde de la pobreza. Y la esperanza de que llegue un tipo con superpoderes que nos regale prosperidad, a cambio de poco esfuerzo y mucha estridencia. Tal vez queremos subirnos al carro de los triunfadores y que nos toque algo como a los que están siendo echados de los puestos públicos. O exhibidos sistemáticamente.

Así, nos instalamos en el odio hacia quienes piensan diferente. Sabemos que probablemente nos comprarán con migajas de nuestro propio dinero. Así ha sido siempre. En la clase política mexicana no existen ideologías, entre los ciudadanos menos. Ya somos seres a quienes el destino nos va empujando a través de la vida entre filias y fobias. Cumpliendo el papel que el sistema de producción y la estructura social exige de nosotros para consumir y generar ganancias para alguien más. Somos un engrane más de una maquinaria que no se detiene. “Un ladrillo más en la pared”, escribió un clásico, roquero por supuesto. Además, somos desechables.

La opinión pública está ausente en nuestro país.  Nunca ha logrado convertirse en un actor fundamental. El peso de los medios formales se ha ido diluyendo. A veces por la baja calidad de la información, otras por la falta de ella, y hasta por el exceso de propaganda disfrazada de noticias. Los medios más importantes pertenecen a magnates o gente ligada con facciones políticas.

El surgimiento de internet como un espacio libre y luego las redes sociales, en algún momento, parecieron un viento fresco para la democracia y el periodismo. Sin embargo, esto pronto se apagó con la aparición de la basura cacha likes y luego con la compraventa descarada de seguidores para abultar la popularidad de figuras públicas. Hasta llegar en este momento en el que hay empresas especializadas en venta y renta de ejércitos de mercenarios, bots, trolls, fake websites, fake news, etcétera, quienes se dedican a atacar y desprestigiar a sus críticos. En las redes, cada momento, se libran batallas de odio patrocinadas con enormes recursos para elogiar, atacar y desprestigiar.

Es entonces, ante esta hipercomunicación, cuando se aplican los preceptos clásicos del dividir y del inventar problemas y adversarios. De establecer buenos y malos. De clasificar y reclasificar héroes y villanos. De bombardear mentes y sembrar propaganda. De construir tontos útiles.

En todo este juego, las grandes masas armadas con el internet de sus celulares se convierten en consumidores y propagadores de toda la basura que inunda la red, se trata de contaminar todo con odio y desprestigio. Las filias y fobias de cada uno son usadas para impulsar o empinar proyectos políticos. Lo mismo aparecen los halagos abyectos que los insultos y las mentiras insostenibles.

En la era de la posverdad, la realidad no se incluye en el discurso y cada vez que tercamente aparece siempre se fabrican mensajes para desviar la atención y para echar culpas a los adversarios. Lo mismo pasa con la atención deficiente de la pandemia, que con la destrucción del medio ambiente local con fraccionamientos y vialidades construidas en arroyos y cañadas. Se busca trascender con el discurso triunfalista y mentiroso que supondría likes, aceptación y votos. Esto lo vemos en lo nacional y en lo local.

Los mexicanos sabemos poco de política, tenemos prohibido discutirla con nuestros pares y familiares. No es conveniente, es de mal gusto o es aburrida. Sólo cuando necesitan votos nos convidan a participar y nos regalan calcas y playeras que servirán de pijamas. Siempre son los mismos, nada más cambian de puesto, sean del partido que sean.

Somos conscientes de que nos convertimos en solitarios. La tecnología nos transforma en mentes dispersas. Cada vez somos más incompetentes para comprender la realidad que nos rodea. Estamos auto marginados de la familia y de las amistades; aun conviviendo juntos, nuestra atención está en las redes y los mensajes distantes. Laboramos en trabajos mal pagados con tareas repetitivas. Nos enseñaron que el comer y el comprar aportan felicidad y son esenciales.

Estamos inmersos en la dinámica de vivir endeudados y enganchados en las cadenas de producción de la maquila y la manufactura. Los sueldos son tan bajos que los ahorros no se cristalizan, los bancos ofrecen tasas ridículas a tu dinero guardado. El consumo se fomenta y el ahorro no.

Cumplimos nuestros sueños de adquirir casa y auto, para encontrarnos con que tardaremos cinco y 30 años en pagarlos, respectivamente. Con el par de billetes que nos sobran al fin de quincena o semana, vamos a los malls y plazas a comprar comida chatarra. Y por gordos y diabéticos el Covid nos mata en mayores cantidades que en otros países, nos repite el discurso oficial. En México la felicidad mata, según este concepto.

El nuevo paradigma sería el de revivir la pobreza del milagro mexicano. El discurso de Pedro Infante, “éramos pobres pero felices”. “Con dos pares de zapatos y una bicicleta basta”. Hay que comer tamales y tlacoyos antes que pizzas o hamburguesas. Sería como vivir en blanco y negro en pleno siglo XXI.

Padecemos uno de los peores sistemas de salud pública de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico, aunque somos la economía número 14 del mundo en tamaño y somos el país número 13 en kilómetros cuadrados. Fuimos la economía número nueve por algún tiempo y la quinta potencia petrolera mundial. Luego de 500 años de explotación intensiva seguimos siendo el primer exportador de plata en el mundo. Nos metieron de obreros y ya no producimos granos para que los compremos a los granjeros de Iowa, Nebraska e Illinois. Nos convirtieron en importadores de alimentos.

Pertenecemos al Grupo de los 20, las mayores economías del planeta que generan el 85 por ciento de la riqueza del mundo, y siempre vamos en la cola. Pareciera que los recursos de los mexicanos sólo han servido para generar pobreza para más de la mitad de la población, una muy precaria clase media y una élite de supermillonarios que engordan las listas de Forbes, surgidos del salinismo, y que son los consentidos del nuevo régimen.

Las crisis han sido recurrentes en México, a veces por neoliberales, otras por corrupción y otras por pendejos, sentenciaría Manuel Clouthier, hijo.  ¿La tragedia nos unirá? ¿La crisis económica nos unirá? ¿Las incapacidades de los gobiernos que impactan en nuestra calidad de vida nos unirán? ¿Nuestros símbolos patrios, como himno y bandera nos unirán? Nuestras voces solitarias no se escuchan ni pesan, ni en las calles ni en las redes. Pronto tocaremos fondo.

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