Fernando Fuentes Cortés y Fernando Fuentes García.
Ya al oscurecer, a la hora vespertina, rodaba por las calles de Plateros la carroza tirada por seis caballos negros, ocupada en su interior por un hombre; su alteza serenísima el general presidente Don Antonio López de Santa Ana. Tenía prisa por llegar a sus habitaciones particulares a mudarse el traje y a que su barbero lo afeitara y peinara, pues quería cuanto antes llegar a su lugar de Tlalpan donde había una feria y tenía concertada una apuesta a la pata de Cola Blanca, su gallo favorito, además de otros escarceos de índole amorosa con alguna “golondrina” como cualquier rufián de los asistentes de la famosa feria.
Tal era el gobernante de México, al que apodaron “quince uñas”, porque habiendo perdido una pierna en combate solo le quedaban quince uñas para robar, después de haber perdido la Batalla de la Angostura y la mitad de nuestro territorio. Tal cual algunos de los gobernantes de la época neoliberal de México, que vendieron a los extranjeros muchas de las riquezas del país y que podríamos apodar como “mochos”, término usado para designar a los seguidores de Santa Anna.
El poder le interesaba sobremanera, pero pronto se aburría y dejaba un presidente interino, para retirarse a su hacienda “Manga de Clavo” en Veracruz. Así ocupó la presidencia de la república en once ocasiones, contándose la última en que regresa de Turbaco, un pueblito cercano a Cartagena Colombia en abril de 1853, después de perder Texas y la mitad del territorio nacional, siendo el ideólogo de la operación su secretario de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, quien muriera en junio del mismo año, dejando al dictador sin freno y desatando así la represión.
El consejo de estado le da el pomposo título de “su alteza serenísima”, prorroga su mandato por tiempo indefinido y su mano cae sobre Guillermo Prieto, Melchor Ocampo y Benito Juárez, que son encarcelados y deportados. El gobierno despótico de Santa Anna agitó de nuevo la tranquilidad de la república, su absolutismo se había convertido en odiosa dictadura y provocó la protesta unánime de los ciudadanos de México, proclamándose así el Plan de Ayutla, encabezado por el general Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y Florencio Villarreal, el primero de marzo de 1854, el cual incluye la destitución de Santa Anna.
Sería Comonfort en el fuerte de San Diego, Acapulco, el que tendría que resistir el choque principal con sus mil hombres contra cinco mil de Santa Anna, en la primera ofensiva gubernamental, que sería un solemne fracaso. La revolución no ha ganado ni una sola batalla importante, pero tampoco la ha perdido. Comonfort hace un llamado a los liberales exiliados fuera de México para que apoyen el movimiento, Lerdo de Tejada, Ocampo y Juárez que regresarían de Nueva Orleans, se unen.
Al principio la revolución de Ayutla tenía visos de ser puramente contra la dictadura, sin embargo, con los nuevos hombres en ella, habría cambios políticos muy importantes. La guerra contra Santa Anna duraría un año y medio (1854 a 1855) y fue despiadada y sangrienta. El secretario del estado de Nuevo León, Santiago Vidaurri, renuncia al gobierno, toma Monterrey y se une a la causa. Entretanto José Silvestre Arambarri y el capitán Mariano Escobedo organizan las fuerzas en Galeana.
Escobedo enfrenta en Dr. Arroyo las fuerzas del general Valentín Cruz y con la ayuda de Vidaurri, obtienen la victoria después de una lucha sangrienta en la que se hizo prisionera a la casi totalidad de la guarnición enemiga. Luego se encomendó al general Juan Zuazua y a Escobedo apoderarse de San Luis Potosí, lo cual lograron enfrentándose al general Parrodi. Imposible contar todas las batallas, todos los personajes, toda la gloria, la miseria y el ensueño. A partir de aquí nuevos pronunciamientos y nuevos personajes que habrán de ser figuras claves en el futuro, fueron apareciendo en toda la república.
Para Santa Anna (liberal un día, conservador los más, traidor de la patria varias veces, representante del peor México), la rebelión se le escapa como agua entre las manos y en agosto de 1855, decide retirarse saliendo de la capital rumbo a la Habana y luego a su cómoda posesión colombiana de Turbaco. La revolución de Ayutla termina quedando como presidente interino de la República, el general Juan Álvarez, quien nombra a Benito Juárez como ministro de la Suprema Corte, quien a su vez promulga la Ley Juárez que suprimió todos los tribunales especiales, incluyendo los eclesiásticos y militares, que cesarían después de conocer los delitos civiles. Los intereses que pisaba el gobierno de Álvarez, le presionan a renunciar dejando en la presidencia a don Ignacio Comonfort, con quien sigue el ímpetu reformista que rompe definitivamente con el orden heredado de la colonia con la promulgación de la Constitución de 1857.
El triunfo liberal de la revolución de Ayutla es en un parteaguas en la historia de México que realmente consuma los ideales por los que lucharon los insurgentes de la Independencia, los cuales iban más allá de la libertad y la independencia, al integrar desde entonces, el principio de soberanía popular que clamaba una mejor y más justa distribución de la riqueza, el concepto de felicidad (similar al de bienestar) y una plena separación de poderes. Es pues este el acontecimiento que deberíamos celebrar, la verdadera consumación de la Independencia de México.
Independencia que pudo haberse logrado casi inmediatamente con el virrey José de Iturrigaray, que apoyaba un gobierno nacional tras la caída en 1808 de la Corona Española por parte del emperador francés Napoleón Bonaparte y la tendencia de cambio liberal (anticlerical) que impulsaban las Cortes de Cádiz de 1812 en España, de no ser por el golpe de estado que promovieron los peninsulares realistas (la aristocracia partidaria de las monarquías y fiel defensora de la jerarquía eclesiástica), para imponer a al virrey, don Pedro de Garibay, que les permitiera “conservar” sus privilegios.
Los ideales de independencia y libertad, nunca fueron propios de la aristocracia realista conservadora, solo hay que recordar que los ejércitos del virrey impuesto por ellos, son los que ejecutan a Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez y los decapitan para exhibir vilmente sus cabezas “por diez años” en la Alhóndiga de Granaditas. Solo hasta que vieron acabar el virreinato, cuando los liberales en España obligan al Rey en 1820 a promulgar nuevamente la Constitución española de 1812, es que se apropian del ideal de la independencia, pero a medida de sus intereses, para ello nombran comandante de los ejércitos -realistas- del Sur a Agustín de Iturbide, con quien irónicamente después de la proclama del Plan de Iguala, que mañosamente convencieran de firmar a Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria, promueven el “Imperio Mexicano” encabezado por Fernando VII, con los Tratados de Córdoba que firma Iturbide para declarar la Independencia con el representante de España, Juan O’Donojú.
Ni tarde ni perezoso Iturbide aprovecha la oportunidad, que ya se había abierto en los Tratados de Córdoba y con su atuendo de terciopelo rojo cuál si fuere un Rey, se corona en una ceremonia en la Catedral como Agustín I, para luego traicionar a los auténticos insurgentes dejándolos fuera del gobierno y transformarse así en el paladín de la alta jerarquía católica y de la aristocracia realista conservadora, a quienes había salvado. No tardó mucho en saltar un rival más ambicioso y listo, su alteza serenísima don Antonio López de Santa Anna, también realista, quien proclama la República en 1824, tras destituir a Iturbide habiendo este clausurado el congreso, para después fusilarlo.
A partir de septiembre de 1808, año en el que los peninsulares realistas imponen a su virrey, se inicia un período de 47 años que se distingue por el “gatopardismo” (eso que significa que todo cambie para que todo quede igual) impulsado por la jerarquía católica y la aristocracia conservadora, antes realista y después absolutista. Período que concluye en 1855 con el triunfo liberal de la revolución de Ayutla, que logra expulsar a Santa Anna e instituir la Constitución de 1857, lo que verdaderamente consuma la Independencia de México y reivindica a los insurgentes. Lo que hoy celebramos cada 27 de septiembre, precisamente en el día de cumpleaños de Iturbide,no es más que por desgracia el inicio del primer “Imperio Mexicano”.