Samuel Cepeda Tovar
A simple vista la idea parece sensata: es preferible tener a los jóvenes en la escuela que en las calles buscando empleo y con ello ser presa fácil para el crimen organizado. Para ello, el presidente Andrés Manuel López Obrador, insiste con la idea de eliminar el examen de admisión para ingresar a la universidad. Es cierto que el número de rechazados cada año por las universidades públicas es de aproximadamente 420 mil aspirantes; esto da pie a que surjan movimientos que acusen al sistema de elitista y discriminador, pero lejos de ser un examen una medida discriminatoria como han dicho algunos, el examen de admisión es un filtro para asegurar que determinados perfiles se desarrollen profesionalmente de manera exitosa en beneficio personal y consecuentemente de la sociedad.
Es cierto también que un examen de admisión mide conocimientos, pero no aptitudes ni otras capacidades con que cuentan muchos estudiantes; tampoco un examen es el reflejo absoluto del desempeño académico de un estudiante, pues influyen factores como el cansancio, el estrés, la suerte y hasta influencias en algunos casos que vuelven cuestionable la imparcialidad de un examen de admisión.
¿Qué implica, entonces, eliminar el filtro del examen de admisión a la educación superior en México? Académicamente nada, porque es absurda la tesis de que cualquiera sería profesionista. Lo que se pide es eliminar el examen de ingreso, no que todos los alumnos concluyan la carrera de manera automática sin importar sus calificaciones y competencias profesionales. La misma carga académica progresiva y la complejidad de la especialización iría purgando de manera natural a quienes simplemente no tiene el perfil para concluir satisfactoriamente una carrera. Yo mismo he visto en licenciatura, maestría y doctorado como la misma complejidad va purgando a elementos que simplemente no dan el ancho a la hora del desarrollo de competencias y conocimientos profesionales.
Lo que sí implica, es aceptar a casi medio millón de alumnos más anualmente con la misma infraestructura académica, con el mismo número de maestros y con el mismo presupuesto con que cuentan las universidades; lo cual es prácticamente imposible. Por ese simple hecho, el examen de admisión también tiene fundamentos técnicos de operación que subyacen en los procesos de admisión que al parecer no son tomados en cuenta por el presidente y su inviable propuesta -de momento- de aceptar a todos los aspirantes.
¿Cuál es entonces la solución? La respuesta es simple: si el presidente quiere que todos los aspirantes a la educación superior sean aceptados, debe incrementar el presupuesto de las universidades de inmediato para que se construyan aulas, se contraten más maestros, se paguen más servicios como energía eléctrica y consumo de agua, se equipen aulas y se entreguen más becas. A final de cuentas, el sistema irá purgando a los no aptos y terminarán quienes así desarrollen las competencias profesionales plasmadas en los modelos educativos de las universidades.
En lo personal, considero que los exámenes de admisión deben continuar, por criterios de idoneidad, pero también he visto cómo alumnos con mucho potencial no logran superar un examen de admisión a pesar de ser brillantes como estudiantes. Considero que la evaluación debería ser más integral, es decir, un examen de admisión que mida conocimientos, una carta de exposición de motivos, una entrevista, la redacción de un ensayo, el historial académico, es decir, hay muchos más elementos que bien pueden tomarse en cuenta en aras de un proceso de admisión más inclusivo e integral y con ello se disiparía la idea de la discriminación académica por los resultados de un examen de admisión.