Corresponsal de 2021 en la Jerusalén del año 34 (Artículo hipotético con motivo de estos días de guardar)

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David Guillén Patiño.

Un día como hoy, 14 del mes hebreo de nisán, que en nuestro calendario corresponde, en este año, al 27 de marzo, el imperio romano le quitó la vida a un hombre fuera de serie, acusado de predicar la instauración de un “Reino Celestial” fundado en el amor, la justicia y la verdad, y en torno al cual mantienen su esperanza un tercio de la población mundial que, mediante la profesión de su fe, procuran una rectitud inspirada en la voluntad Divina, a fin de salvarse para una realidad eterna, donde la felicidad sería el común denominador.

El personaje al que me refiero ha marcado un “antes” y un “después” en la historia de la humanidad: Jesús de Nazaret, cuya existencia histórica no deja lugar a dudas, en tanto, sus enseñanzas, siempre vigentes, siguen marcando profundamente nuestra cultura, cada vez más global, y el diario acontecer, tanto individual, como colectivo.

Efectivamente, el día de hoy, pero de hace 1,987 años y medio, Yeshua, perteneciente al linaje del rey David, pierde la vida a causa del martirio romano de la cruz, tres horas antes del inicio de la Gran Fiesta: el Pésaj (“Pascua”), que todavía en el siglo XXI se celebra entre los judíos, con la aparición de la primera luna llena de primavera, que en 2,021 tiene lugar el domingo 28 de marzo.

La noche anterior a su ejecución, el mashíaj (“mesías”) había instituido la eucaristía entre sus discípulos, en cuya compañía oró, enseguida de lo cual fue apresado y sometido a un juicio doble que dio pie a su crucifixión.

Habiéndome planteado una realidad hipotética, basada en mi convencimiento de que los viajes en el tiempo algún día serán una realidad, como afirma la propia comunidad científica, y apoyándome en referencias bíblicas, así como en varios escritos apócrifos e históricos, comparto aquí lo que podría ser una nota periodística (incompleta, desde luego) sobre el día más crucial en la vida pública del rabino de Galilea, misma que, con base en mi figurada observación presencial, indagación e interacción personal con gente del año 34, quizás habría podido redactar, para el lector de hoy, más o menos en estos términos:

Jerusalén, miércoles, 24 de marzo del año 34. – Al filo de las 3:00 de la tarde de hoy, en vísperas del Pésaj (la Pascua), a la edad de 33 años, Yeshua Ha’Mashiaj (“Jesús el Mesías”) murió crucificado en el monte Gulgalta (“Calavera”), situado a las afueras de esta ciudad, cerca de un huerto, donde horas después fue sepultado.

Hijo de José y de María, un piadoso matrimonio descendiente del gran rey David, exhaló su último aliento en medio de otros dos sentenciados a la misma pena capital, a quienes los lugareños identifican como Dimas y Gestas, el primero, ubicado la derecha, y el segundo, a la izquierda de Jesús, igualmente fijados con clavos en sus respectivas cruces.

Los hechos tuvieron lugar a tres años y medio de que el ilustre rabino iniciara, en la aldea pesquera de Kəfar Nāḥūm (Cafernaum), una intensa campaña para instaurar lo que él mismo denominó “el reino de Dios y su justicia”, apoyado por 12 colaboradores cercanos, así como por nutridos grupos de seguidores que esparcieron la buena noticia.

Longinos, uno de los centuriones que participaron en el ajusticiamiento, traspasó con su lanza uno de los costados de Jesús, confirmando así la muerte de este, por lo que no fue necesario fracturarle las piernas, método que sirve para precipitar el fallecimiento de los crucificados, que, en cambio, sí fue aplicado a los otros dos condenados.

Nacido en Beth-lehem (Belén), asentamiento de Judea situado a 10 kilómetros al sur de Jerusalén, pero criado en Nazaret, localidad septentrional de la jurisdicción romana de Galilea, el sentenciado fue arrestado la noche anterior en el huerto Gath-Šmânê (Getsemaní = “Prensa de aceite”) por soldados del imperio, ministros y guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, una influyente secta político-religiosa.

Todos ellos fueron guiados por Judas Iscariote, uno de los doce, quien, a fin de que los captores pudieran realizar sus labores de localización, identificación y detención, ofreció, como señal, besar a su maestro, servicio por el cual recibió del Sanedrín 30 monedas de plata (entre 240 y 270 dólares).

De manera irregular, Yeshua fue enjuiciado en dos ocasiones: primero, por la referida corte israelita, que, al sesionar de noche y con la ausencia de muchos de sus integrantes, convocados de emergencia, violó el proceso jurídico contemplado en su propia ley. En estas condiciones, dicha asamblea lo encontró culpable de blasfemia

“¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”, le preguntó el sumo sacerdote durante el proceso, a lo que el acusado respondió de manera tajante: “Yo soy, y verán al hijo de hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios y viniendo con las nubes en el cielo”. Tal declaración provocó su sentencia de muerte, aunque sería la autoridad romana quien le aplicara la pena capital, pues los judíos no están facultados para ello.

El segundo y último juicio corrió por cuenta del procurador romano de Judea, Poncio Pilato, quien, al verse fuertemente presionado por un tumulto que era incitado por sus líderes, quienes le advirtieron que si no ejecutaba a Yeshua, a pesar de haberse autoproclamado rey, entonces no era amigo del César, se vio obligado a ordenar su crucifixión. No obstante, la crueldad que le caracterizaba, el gobernante se lavó literalmente las manos frente a todos para dar a entender que no se hacía responsable de la muerte de quien él consideraba inocente de todo cargo, esto, luego que ambos dialogaron en privado.

Dirigiéndose a la agitada muchedumbre, Pilato exclamó: “Soy inocente de la sangre de este justo; ¡allá ustedes!”. A esto, le contestaron: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”. El procurador también accedió a poner en libertad a Barrabás, famoso sedicioso, en lugar de Jesús, siguiendo una vieja costumbre que tiene lugar por estas fechas.

Previamente, Pilatos hizo que Jesús se presentara ante Herodes, tetrarca de Perea y Galilea, quien se encuentra temporalmente en Jerusalén, pues obviamente a él le corresponde juzgarlo, pero se negó a hacerlo, no sin antes interrogarlo con curiosidad, pedirle infructuosamente algún milagro y someterlo a escarnio y maltrato. A raíz de estos hechos, ambos funcionarios se reconciliaron, pues habían estado enemistados.

Una vez devuelto a Pilatos, el reo finalmente fue clavado, por las manos y los pies, en la cruz, sobre la cual el procurador romano mandó colocar un letrero en hebreo, latín y griego, que se traduce: “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”, acto que provocó la indignación y furia de los líderes israelitas, no solo porque estos lo desconocían como su rey, sino porque en esta inscripción estaba implícito, en hebreo, el nombre de Dios: ישוע הנצרי המלך היהודים, esto es: Yehshúa’ Hanotsrí Hamélej Hayehudim.

La muerte del crucificado se suscitó en medio de formidables circunstancias: fue al filo del mediodía cuando cayeron tinieblas por tres horas, tiempo durante el cual la Luna enrojeció, hubo truenos, el templo desapareció de la vista de todos, habiéndose roto su velo, al tiempo que tembló y se abrió una gigantesca grieta en la tierra.

Hay quienes me aseguran haber visto resucitar a muchos muertos, entre ellos, los 12 patriarcas israelitas, incluso Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y Job. Otros testigos vieron recorrer las calles de Jerusalén a quienes fueron identificados como las “primicias de los muertos”, es decir, personas fallecidas hace 3 mil 500 años, pero que volvieron a la vida para lamentar la gran injusticia que se estaba cometiendo contra “el hijo de Dios”.

Ahora corre el rumor de que el cadáver del crucificado podría ser exhumado y ocultado por sus discípulos para hacer creer al pueblo que su maestro resucitó, ya que en reiteradas ocasiones Yeshua anunció que volvería a la vida cuando se hubiesen cumplido tres días y tres noches de permanecer enterrado, en cumplimiento a una profecía que, en tal sentido, se encuentra en el libro del profeta Jonás, escrito ocho siglos atrás.

Esta es la razón por la que el gobierno romano asignó guardias en torno a la tumba del nazareno, donada por el rico funcionario José de Arimatea, tío-abuelo de Jesús. Un reconocido fariseo, Nicodemo, acompañó a José en la peligrosa tarea de pedir secretamente el cuerpo de Jesús para depositarlo en dicho sepulcro, que ahora se encuentra sellado.

Mientras tanto, trascendió que Poncio Pilatos, para distraer la atención de Roma, envió varias cartas al emperador Tiberio César, a través de las cuales le hizo saber que en realidad ordenó degollar y enterrar de inmediato a Yeshua, luego de que elementos de su servicio secreto le advirtieron que el predicador planeaba tomar Jerusalén mediante las armas.

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