Resolanas y tolvaneras de la laguna

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Higinio Esparza Ramírez.

“Dinosaurios” calificaban con desdén a los viejos reporteros los jóvenes reporteros   egresados de las facultades de periodismo caídos de rebote en las salas de redacción, además de acusarlos de corruptos e intocables en las fuentes informativas y en el renglón publicitario.

En uno de los textos que aparecen en el libro  “Soles y Resolanas” del escritor lagunero Jaime  Muñoz Vargas, una colega actualmente radicada en Valencia, España, (Margarita Morales Esparza-página 283) se refiere con látigo periodístico y sin distinción alguna a los reporteros de la “vieja guardia” que también fueron jóvenes como lo son ahora todos los que representan a las nuevas generaciones que entraron al relevo, con la enorme diferencia de que aquellos se forjaron en la calle, sobre la marcha, con una vocación que surgió de forma natural en una temprana etapa de sus vidas.

Los entonces jóvenes empíricos maduraron y envejecieron en el oficio periodístico y la titularidad de las fuentes no se la adjudicaron en forma arbitraria, pues la facultad de otorgarla correspondió a los directores y jefes de redacción en turno. Esa posición les permitió un manejo más cercano a los sucesos acaecidos en cada área o sector a su cargo, y es falso que esas fuentes representaran un “legado de por vida” a las que ningún “extraño” tenía acceso, de acuerdo con el señalamiento de la periodista que ahora respira aires europeos. (Había, además, derechos de antigüedad asentados en los contratos colectivos de trabajo)

Los compañeros vilipendiados no tuvieron escuela de periodismo, fueron empíricos y no es cierto que comenzaron -en mis tiempos y en mi esfera, aclaro- en los talleres de los tres diarios locales más importantes de la época si es que se refiere a los talleres de formación, linotipos, prensa y grabado en zinc.

Eso sí, al menos uno de ellos fue voceador y de ahí saltó a la redacción como reportero de las fuentes oficiales. Otros llegaron directamente como aprendices, guardias nocturnos y encargados de las corresponsalías transmitidas por teléfono, telégrafo o de viva voz. Había fuentes policiacas, de sociales, agropecuarias, etcétera, con un titular y un suplente para cubrir descansos o ausencias por enfermedades y vacaciones. Todos progresaron sin impedimento alguno por parte de los viejos reporteros a quienes reemplazaron en su momento.

Es innegable que la llegada de los universitarios a las salas de redacción, provocó escozor, rechazo y envidia, porque no entendíamos la profesionalización de una carrera que aprendimos fuera de las aulas especializadas y sin sometimiento alguno a los horarios de entrada y salida.

“La asignación de fuentes de trabajo que tenían esos reporteros como legado de vida, era espacio intocable para los nuevos reporteros. Las prácticas de corrupción en que incurrían constantemente con sus respectivas fuentes (de las) que recibían favores, dádivas o grandes comisiones por pago de publicidad…”  -escribe en la página 284 la periodista entrevistada a distancia por Jaime Muñoz Vargas-, es una generalización injusta que involucra a camaradas honestos, responsables y generosos con los de su gremio, como fueron los casos de Alejandro Saborit Irigoyen, Arturo Cadivich Michelena y Eduardo Elizalde (ya fallecidos), lo mismo que a sus antecesores José de la Parra, Guillermo Galván Rivas, Rodolfo F. Guzmán y el Negro Acosta. Una ofensa que del mismo modo alcanza a los reporteros de las siguientes generaciones, entre ellos   Humberto Gaona Silva. Antonio Ibáñez, Antonio Jácquez, Alejandro Tovar, Aurelio Alvarado Favila, Jesús Máximo Moreno Mejía, Hugo Ramírez Iracheta, René de la Torre, Juan Elizalde Lara, Francisco y Gerardo Hernández González, entre los más recordados.

En su gran mayoría los “dinos” se esforzaron por ejercer un periodismo limpio, sin corruptelas ni extorsiones. Día a día se enfrentaban al demonio de las tentaciones materializadas con dádivas no pedidas, el trato preferencial engañoso de los funcionarios públicos que buscaban favoritismos y complicidades de los diaristas y regalos ostentosos que llegaban a casa y a los mismos periódicos cada mes de diciembre y cada 7 de junio.

No se puede negar de ningún modo que la corrupción y los chantajes siempre estuvieron latentes y uno de los reporteros más antiguos de la época los ejerció ilimitadamente, con voracidad, convirtiéndose en el cacique de la información manipulada allende el Nazas. En el arroz siempre hay prietitos, le recuerdo a mi interlocutora.

Por lo tanto, el dicho pluralizado de que fueron corruptos, podría ser “completamente cierto y completamente falso” como señala el escritor y periodista Héctor de Mauleón en su más reciente libro sobre la violencia en México, refiriéndose a quienes especulan que cuando matan a un periodista es porque “en algo andaba”. En estos tiempos, por desgracia, no en los ya muy distantes en que no existía narco ni nada parecido.

En lo que se refiere a la publicidad, los mismos reporteros de tiempos pasados gestionaban los anuncios, los redactaban y diseñaban y se mantenían pendientes en los talleres de formación para que no hubiera errores porque de lo contrario el cliente no pagaba y el costo se lo rebajaban de su sueldo al improvisado agente publicitario. Aún no surgían las agencias especializadas en publicidad y los reporteros disfrutaban y ganaban mucho dinero, metiendo anuncios y cobrando comisiones, una canonjía autorizada por las mismas empresas. De ningún modo practicaban el pirataje publicitario. Pero sí es cierto, ahora lo reconozco, que el oficio reporteril desmerecía por meterle más ganas a las comisiones que a la nota informativa.

Agenciaban anuncios -repito-  con la anuencia de los directores por considerar éstos que las comisiones que sus trabajadores obtenían a cambio, les servía de estímulo y cualquiera que gestionara la tarea por su propia cuenta, tenía el mismo derecho. Incluso fueron obligados a registrarse ante la secretaría de Hacienda para que también pagaran impuestos. En consecuencia, tenían la facultad de ganar comisiones por un trabajo extra, ético y nada violatorio de los derechos de los demás.

 Alrededor de cincuenta años se mantuvo vigente la prebenda, hasta que los directores repararon en que los reporteros descuidaban su principal tarea para buscar en forma desenfrenada el célebre 20% de comisiones. Las agencias publicitarias que comenzaron a multiplicarse a partir de 1990 también presionaron para poner fin a una situación que consideraron irregular y atentatoria a sus intereses comerciales.

No se trató, pues, de un “legado de por vida”, por lo que las “grandes comisiones” estaban plenamente justificadas. Entre los reporteros había un respeto recíproco en los dos quehaceres; ninguno invadía los terrenos del otro, un acuerdo tácito que mantuvo la armonía en el grupo. Los futuros reemplazantes apenas se movían en su calidad de embriones.

 Contra viento y marea -amenazas, mentadas de madre, reproches y tentativas de acallarnos con dinero-, los de mi generación y la subsiguiente –más jóvenes que yo y empíricos por igual- denunciaban puntualmente irregularidades administrativas y errores y desviaciones en el poder público.

 Su atrevimiento -o verticalidad para ser más propio- les costó mentadas de madre vociferadas por líderes obreros y funcionarios municipales exhibidos ante la opinión pública; un informador fue sometido a “juicio civil” en la residencia del edil que se sintió difamado por destacar a ocho columnas la inoperancia de los hidrantes del Parque Industrial Lagunero; a una compañera todavía activa la demandaron por la vía civil a causa de sus reportajes de denuncia pública sobre abusos de autoridad y el deterioro citadino evidenciado por los baches, zanjas, fugas de agua y falta de alumbrado y uno más fue vetado durante año y medio en la presidencia municipal porque su periódico no cejaba de criticar la pésima gestión gubernamental, sin faltar la amenaza caciquil que ponía a temblar a los asociados: “Te voy a acusar con tu director pa´ que te corra” o la madre de todas las injurias: “Usted y su director vayan a tiznar a su madre”.

Los jefes de cada diario por su parte, cumplían su misión periodística sin tropezar en ningún momento con los arcones navideños de tres pisos repletos de bebidas caras, latería, dulces, chicles y cacahuates que les llegaban a sus oficinas en junio y diciembre, lo mismo que a los reporteros naturalmente, aunque sin tantos pisos.

Sus evaluaciones censuraban día a día el mal desempeño de los gobernantes y se acentuaban con las calificaciones de fin de año, derivadas precisamente de los reportes  de los propios informadores de campo  (los antiguos), quienes “pagaban los platos rotos” asimilando estoicos, con  oídos castos, los recordatorios altisonantes.

No todos -vuelvo a repetir machaconamente- fueron descarriados. Los más listos la hacían de leguleyos aprovechando sus influencias ante los funcionarios carcelarios y judiciales para liberar a infractores de faltas menores y obtenían un buen dinero, un trabajo que correspondía a los defensores de oficio, pero estos nunca aparecían en los momentos más críticos, ni de noche y menos de madrugada. No sé si por esa actividad los compañeros que hacían la tarea fuera de su horario laboral, fueron corruptos o simplemente oportunistas.   

 Saborit, Elizalde, Cadivich y compañía no tuvieron malos hábitos ni se “entronizaron” en sus fuentes. Sin egoísmos fueron accesibles con sus compañeros de recién ingreso a la carrera y los guiaban en sus incursiones a las multicitadas fuentes informativas. Me refiero a los jóvenes empíricos, como fue mi caso -un fallido estudiante de la carrera comercial- , y por eso, a más de sesenta años de distancia, a los tres primeros ya fallecidos, los sigo recordando con cariño, sobre todo a Eduardo, el más travieso y noble de todos los reporteros que he conocido.

Los ahora “dinosaurios” no alcanzamos el nivel teórico de los egresados de la carrera profesional de periodismo, pero nos formamos a través de la práctica ejercida en el mismo terreno de los hechos,  como ocurrió con Alfredo Rivera Martínez, amigo y compañero, cuando cubrió -solo él y dos fotógrafos brincando sobre cadáveres despedazados-  la terrorífica explosión de Guayuleras que hizo polvo y cenizas dos camiones cargados con dinamita y la locomotora del convoy ferroviario cuya trepidación provocó el estallido el 23 de septiembre de 1955, con saldo aproximado de 20 muertos y 100 heridos.

 A él, aparentemente, no le caían bien los aprendices y menos los académicos del periodismo, pero nunca los menospreció, les tuvo respeto y poco a poco se fue adaptando a los nuevos tiempos.

 Hay compañeras reporteras (Irma Bolívar, Gabriela Nava, Linda Milán y Ana Matuk, entre otras) con títulos de licenciadas en ciencias de la información que guardan los mejores recuerdos de Rivera Martínez, quien siempre las alentó para que siguieran adelante. Aquí se diluye, por lo tanto, la peregrina afirmación de que los “dinos” obstruían a los jóvenes periodistas recién salidos de las universidades. Fueron las primeras féminas en llegar a una sala de redacción dominada por hombres -“el club de Tobi”- y rápidamente se adaptaron al ambiente, venciendo animosidades y rechazos con un trabajo profesional de primer nivel, glamur incluido.

Nosotros, los antiguos, quedamos atrapados por una vocación que brotó en ese mismo instante, no antes o pensada de antemano. Sobre la marcha aprendimos los rudimentos del periodismo, una carrera que entraña un continuo aprendizaje y una entrega de tiempo completo.  Ya lo dijo un miembro destacado del gremio: “El periodista es el eterno estudiante de la vida”.

Conste, todas estas referencias se refieren a mi negro pasado, un pasado en el que los jóvenes reporteros -viejos ahora-  caminamos a trompicones, entre triunfos, fracasos y las tentaciones satánicas provenientes del poder diabólico -comisiones aparte-, con un solo afán: ejercer una carrera reporteril ajustada a los cánones del buen periodismo. Si nos hicimos viejos no fue culpa nuestra, sino de los tiempos de continua brega.

Aclaro, por último, que el mote de dinosaurio es propiedad exclusiva de los priistas y de nadie más. Tienen los derechos registrados ante el INE e incurren en plagio penado por la ley quienes lo utilizan para otros fines. 

A mi colega Margarita Morales Esparza, la felicito por su exuberante respuesta a los cuestionamientos de otro escritor lagunero de grandes luces, Jaime Muñoz Vargas, cuyo libro “Soles y Resolanas-La Comarca vista desde fuera por laguneros con palabra” (por cierto pasó por alto las tolvaneras) es un inmenso aparador de las vivencias, experiencias y progresos de los paisanos viajeros que no olvidan a su tierra y siguen conservando sus gustos gastronómicos por los lonches de carnitas con aguacate, las gorditas de huevo con nopalitos, las tostadas de mole y de cueritos, el menudo de pancita, pata y librito, las tripitas doradas, las flautas de la Abasolo, los caldos de Gil, las carnitas de puerco, la birria de Matamoros y Valdez Carrillo, los tuétanos, la carne asada y los tacos de la Malinche, entre otros de los antojitos regionales que son “soles y resolanas” de los paladares nómadas laguneros.