Mis sexenios (69). Sexenio de Enrique Martínez y Martínez (EMM) (1999-2005)

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José Guadalupe Robledo Guerrero.

El inicio del sexenio enriquista

          El sexenio enriquista comenzó el Primero de diciembre de 1999, y a mediados de ese mes fui invitado a un brindis que tradicionalmente se daba en Palacio de Gobierno con los periodistas. Era la primera vez que iba a ese evento y allí conocí otra faceta de Enrique Martínez.

Cuando platicaba con el gobernador Martínez, se acercó una lideresa de colonia, y sin más interrumpió nuestra charla y le dijo “Señor gobernador, sería bueno que le diera indicaciones a sus colaboradores de que nos atiendan a quienes lo apoyamos, pues de lo contrario nos iremos con quien nos trate bien…”.

Molesto, Enrique Martínez no dejó terminar a la lideresa, y le contestó “Váyase con quien quiera, a mí qué me viene a decir”. La lideresa se sorprendió y se retiró, nunca esperó esa respuesta.

Enrique Martínez y Martínez

Un rato después se acercó el secretario de Gobierno, Raúl Sifuentes Guerrero, y para identificarse conmigo le dijo a Enrique: “Robledo fue líder en el movimiento de Autonomía Universitaria, yo estuve una semana viviendo en su casa y en la Preparatoria Nocturna durante la lucha. Es amigo nuestro…”. Lo interrumpí amigablemente y le dije: Eso le hubieras dicho a Eliseo Mendoza y a Rogelio Montemayor cuando me perseguían. En esos momentos si necesitaba de esas referencias”. Eso fue suficiente para perder toda relación con el Secretario de Gobierno.

Por esos días, Óscar Pimentel me citó en su oficina de la presidencia municipal, y a boca de jarro me preguntó: ¿Cómo crees que debe ser mi trato con el gobernador Enrique Martínez? Le respondí: Igual que el trato que tuvo Enrique Martínez cuando fue alcalde con Flores Tapia. Todas las obras que hagas deberán ser hechas por el gobernador, o dejar claro que se hicieron gracias a su apoyo. Pimentel sólo tenía que comportarse como un vasallo. Y a decir verdad, era muy bueno para realizar ese rol.

La muerte de Armando Castilla Sánchez

          El 28 de enero de 2000, los primeros círculos del estado se conmocionaron con la sorpresiva muerte de Armando Castilla Sánchez, propietario y director del periódico Vanguardia.

Amigos y enemigos se preguntaban la causa de su deceso, porque no daban crédito a la información que circulaba, debido a que Armando Castilla gozaba de buena salud y no se sabía que tuviera algún padecimiento. Por eso nadie entendía las causas del suceso.

La información periodística fue parcial, incompleta y uniformada, como boletín oficial. Todos dijeron lo mismo, nadie se salió del guión. Se destacó sólo una parte del perfil de Castilla Sánchez, el de empresario exitoso, y se soslayó que fue factor en el equilibrio político de la entidad, y en ocasiones fue el fiel de la balanza que definió el rumbo de los acontecimientos, pero también fue el impulsor de la carrera de muchos políticos y apoyo u obstáculo de gobernantes y funcionarios públicos. Por eso fue incomprensible que sus amigos y sus beneficiarios políticos, rehuyeran comentar la importante pérdida que sufrieron con la muerte de Castilla Sánchez.

Armando Castilla fue parte de los pesos y contrapesos que equilibraron la política y el ejercicio del poder. Era comprensible que no lo recordaran sus malquerientes, pero que no lo hicieran sus amigos y beneficiarios, era ingrato e injustificable.

Armando Castilla Sánchez

Con Armando Castilla Sánchez lleve una relación respetuosa. La última vez que lo vi fue días antes de su muerte. Por ese entonces se reunía en el restaurante Viena todos los jueves con algunos de sus amigos, entre ellos Jesús Roberto Dávila Narro.

Allí lo encontré y nos pusimos a platicar parados en la barra de la caja, y me dijo “Acompáñame a California, voy por unos días a una clínica, y sirve que tú te quitas esas ojeras, es una operación sencilla, barata y sin riesgos. Yo te la pago”. Me negué y le agradecí su oferta.

“¿Por qué no quieres acompañarme?”, preguntó. “No creo que pienses que las cirugías estéticas son joterías, son para que mejores tu calidad de vida y tu autoestima”, insistió. Ese fue la última vez que lo vi con vida. Días después me sorprendía su muerte, sobre todo cuando dijeron que había muerto por un infarto, pues aquel día, al saber que le darían anestesia general, le pregunté sobre su corazón, y me respondió: “Mi cardiólogo, Córdova Alveláis, dice que tengo un corazón de toro”, por eso se me hizo difícil entender la causa de su muerte.

En marzo, el gobernador Enrique Martínez me citó en su despacho. Cuando llegué me invitó a dar una vuelta en su camioneta, “porque aquí hay muchas orejas”. Y salimos del despacho, estaba claro que quería hablar conmigo sin testigos.

          De inmediato fue al grano, dijo que quería que le hiciera un favor, y comenzó a platicar sus desavenencias y conflictos con Jesús Contreras Pacheco, el ex alcalde de Matamoros, Coahuila.

Enrique creía que Montemayor y yo habíamos terminado su sexenio como buenos amigos. Le aclaré que no tenía amistad con Montemayor, pues él quería que interviniera para que el exgobernador disciplinara a Contreras Pacheco, porque “ya me tiene hasta la madre”.

Enrique ya no insistió en mi intervención, y me preguntó qué había de nuevo.

Aproveché para confiarle mis apreciaciones sobre la repentina muerte de Armando Castilla Sánchez. A poco más de un mes de su muerte, nadie tocaba el tema, todos lo rehuían.

Enrique Martínez escuchó con atención, pero no hizo ningún comentario ni mostró interés en el tema, tampoco yo insistí. A EMM, como el resto de los que conocieron a Armando Castilla, no les interesaba hablar sobre la muerte del propietario del periódico Vanguardia, a pesar de que ninguno había visto su cuerpo.

(Continuará).

Los primeros años del sexenio enriquista