Jorge Arturo Estrada García.
«Las grandes mentes discuten ideas, las mentes medianas discuten
acontecimientos, las pequeñas mentes discuten a la gente».
Eleanor Roosevelt
«No todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras
pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa».
Umberto Eco
El presidente sigue furioso. Su aprobación cayó por debajo del 50 por ciento, en varias encuestas, por primera vez en su sexenio. Varios de sus fracasos y escándalos de corrupción ya permearon en amplias capas de la opinión pública y se impusieron a sus versiones mañaneras. Además, su revocación de mandato podría tener escasa afluencia. Entonces, para él, llegó el momento de endurecer posiciones, así lo decidió y es evidente. Él ya está en modo electoral rumbo al 2024, y le es imperativo romper todos los candados de la precaria democracia mexicana.
Actualmente, Andrés Manuel López Obrador, ya no solamente polemiza y busca colocar agenda en medios. Ahora, ya insulta, acosa y persigue a sus adversarios abiertamente, mientras se dice víctima de un golpe de estado blando. Sistemáticamente acusa a sus críticos de golpistas. En tanto, pieza por pieza, va desmantelando las estructuras que sostienen el sistema democrático.
Aunque, por el momento está solo en la cima del poder, está preocupado. Sabe que las cosas no van bien para él y su proyecto. Sin embargo, por lo pronto, la clase política mexicana ya no es un contrapeso importante. Y, a las élites empresariales ya aprendió a manejarlas.
También, ya aplastó a los partidos políticos derrotándolos electoralmente, cooptando a sus cuadros y metiendo miedo a los demás. Son pocos los que se atreven a asomar la cabeza actualmente. Además, el PRI y el PAN carecen de figuras carismáticas y sus dirigentes no están a la altura de los retos de México actual. En la clase política de élite, ya solamente piensan en salvarse de la cárcel y conservar una parte de la fortuna acumulada. En otros frentes, el INE, los consejeros y los organismos de la sociedad civil son combatidos y se les intenta cancelar opciones que permiten sus funcionamientos óptimos.
Al presidente, López Obrador, ya solamente le falta cortar los circuitos que alimentan de información a la volátil y apática opinión pública mexicana. Para ello se enfoca en atacar a medios, periodistas e intelectuales; va por el desprestigio y aplastamiento total de toda una profesión, no siempre honorable. Él ya comprendió que la opinión pública es la única que lo puede sacar del Palacio Nacional en el 2024, por lo tanto, quiere cancelar cualquier esperanza opositora, desde ahora. En política las percepciones mandan y Andrés Manuel quiere parecer invencible. Ahora también debe arrasar al último reducto: el periodismo.
La democracia llegó tarde a nuestro país, apenas en el año 2000. A lo largo del siglo XX, desde su origen en 1929, el PRI consiguió perpetuarse en el poder, desarrollando una amplia gama de triquiñuelas y leyes electorales que lo favorecían. En esos años, el gobierno era todo, lo mismo organizaba los procesos, que emitía las credenciales, hacía los padrones y sus empleados y militantes tricolores llenaban las urnas sin necesidad de que los ciudadanos acudieran a las casillas. El mismo gobierno contaba los votos y decidía cualquier controversia. Era la dictadura perfecta, la dictablanda que conoció el mundo.
Los padrones electorales solamente eran accesibles para el partido en el gobierno, en las casillas se permitían votar varias veces, no había tinta indeleble, ni credenciales con fotografía, ni representantes de partidos, ni boletas infalsificables. Las urnas se robaban o se rellenaban por los funcionarios de casilla que eran empleados del propio gobierno. Los funcionarios hacían proselitismo en las casillas con dinero público aun el día de las votaciones. Salvo el PRI ningún partido tenía recursos para realizar campañas efectivas.
Es así. A la vuelta de los años, como surgieron el Instituto Federal Electoral, las nuevas leyes y todos los candados que fueron diseñados para impedir los fraudes electorales y los abusos del PRI en el poder. Es una ley anti-trampas, en un país de tramposos.
En los períodos posrevolucionario, del Milagro Mexicano y de la Docena Trágica, había elecciones periódicamente en todos los niveles y siempre ganaba el tricolor. Luego se manipuló al Partido Popular Socialista y al Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, para que se simularan elecciones competidas y que existían adversarios. Solamente el débil, entonces, Partido Acción Nacional competía como opositor, siempre perdía. El Partido Comunista fue cancelado, prohibido, sus miembros perseguidos y a veces encarcelados.
El acceso a los medios estaba restringido. Solamente el tricolor obtenía cobertura para sus candidatos, lo mismo en prensa, radio y televisión. El control del gobierno era férreo. El papel para los periódicos solamente se podía conseguir en una oficina de la Secretaría de Gobernación, que operaba a la Productora e Importadora de Papel, PIPSA. La radio y la televisión estaban concesionados a “los soldados del PRI”; como Emilio Azcárraga Milmo, se autodefinía.
Las grandes crisis de los sesenta con las represiones a médicos, maestros y estudiantes; las de los setenta con las devaluaciones, la inflación descontrolada, los pleitos contra los empresarios, expropiaciones y la guerra sucia que se emprendió con los opositores que optaron por la vía armada, y las de los ochentas con hiperinflación y sometimiento presupuestal al dictado del Fondo Monetario Internacional, forzaron al sistema a abrir algunos lugares para los opositores en los congresos y algunas alcaldías. Se inventaron las plurinominales.
Con Luis Echeverría, el gobierno llegó tener más de 800 empresas de todos tamaños que daban empleo a millones de mexicanos. Los grandes sindicatos del magisterio, petroleros, mineros, de burócratas, del IMSS y el Issste, eran fábricas de votos tricolores, lo mismo sucedía con los sectores del PRI, con los sindicatos de la CTM; los campesinos agrupados en la CNC y el sector popular, la CNOP, que incluía desde boleros, paleteros, comerciantes ambulantes hasta taxistas, materialistas y transportistas. Era un país perfecto, a la medida de esos gobiernos.
Producto de las mega deudas externas y la incapacidad para pagarlas, llegaron los controles extranjeros a ese paraíso de dictablanda. Así, México asumió como motor de su desarrollo al neoliberalismo económico con una parvada de tecnócratas y Chicago Boys, como se les llamaba a los postgraduados en el extranjero y seguidores de esta corriente económica.
Las empresas gubernamentales se vendieron, privatizándolas, las fronteras se abrieron para el comercio internacional, la protección a la industria nacional terminó, la inversión extranjera se nutrió con mano obra barata, los bancos se volvieron propiedad de transnacionales. Se desmontó el precario Estado de Bienestar, las pensiones se individualizaron y las leyes laborales se pusieron del lado de los patrones.
Simultáneamente, se generaron organismos de transparencia, de rendición de cuentas, de derechos humanos, de regulación de competencia, de anticorrupción. Se implantaron los controles a la propaganda gubernamental en tiempos electorales, se estableció la apertura de espacios en medios para todos los partidos, ya hubo padrones y credenciales con foto, tinta indeleble, urnas transparentes y también, que los votos los contaran los ciudadanos vecinos de cada casilla.
El presidente, López Obrador, añora esos tiempos, anteriores al neoliberalismo. Cuando los gobiernos priistas pasaban por nacionalistas, demócratas y soberanos. Cuando el pueblo era pobre, bueno y feliz, como película de Pedro Infante, aunque vivieran en vecindades como en los Hijos de Sánchez o en cinturones de miseria de cartón y tablas, como en Los Olvidados de Luis Buñuel.
El presidente no soporta esos candados democráticos que le estorban para perpetuar su Cuarta Transformación. La frágil democracia mexicana le obstaculiza sus planes de quedarse transexenalmente en el Palacio Nacional. Quiere romperla y anularla. Añora a su viejo PRI totalitario, y también el culto reverencial a la figura presidencial.
Ni tampoco le gusta que se le juzgue ni mucho menos que lo critiquen. Permanentemente, añora a las elites priistas con ricos revolucionarios, dominando la política y el poder, con una delgada clase media ilustrada, y con grandes medios de comunicación «nacionales», surgidos a la sombra de los grupos políticos gobernantes y sus coyunturas. Los señalamientos estadounidenses y europeos, acerca de su forma de gobernar, lo enfurecen y los acusa de injerencistas a pesar de ser parte de los tratados comerciales y políticos firmados por México desde hace décadas
Por lo pronto, las críticas que recibe se las ha ganado a pulso. Los homicidios, las alzas de precios, el deterioro en la calidad de vida, el sistema de salud en ruinas, ahí están junto a nuevos millones de pobres. Ya va sobre el cuarto año de su gobierno, las excusas y echar culpas al pasado ya caducaron. La magia de su demagogia se desvanece. Finalmente, eso lo altera y apresura sus planes.
En consecuencia, enfoca sus baterías sobre los periodistas críticos, el INE y los organismos de la sociedad civil, y los bombardea sistemáticamente. Planea destruirlos en el corto plazo. La democracia está en riesgo. AMLO y su partido hacen trampa abiertamente, romper la ley ya no les importa, el tiempo apremia. En Morena no hay demócratas, hay exprianistas. La realidad se ha impuesto y López Obrador ya no cautiva. Aunque sigue siendo muy poderoso y está obsesionado por conservar el poder. Es un tipo de cuidado, veremos.