Limpiar el poder judicial

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José C. Serrano Cuevas.

El presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), en su conferencia matutina del pasado viernes 2 de septiembre, explicó que cuando llegó al gobierno tenía en mente hacer una reforma para limpiar el Poder Judicial, pero hizo cuentas y consideró que lo mejor era apoyarse en los ministros que le tocaba proponer; sin embargo, acusó que ahora actúan más en función de los «mecanismos jurídicos».

Si es, tal como él lo ha reiterado un conocedor de la Historia de México, no debería hacerse el sorprendido con tal descubrimiento. Un periplo del brazo del doctor José Ramón Cossío Díaz, ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), por los vericuetos de la justicia y su representación social, le permitiría recordar la actuación de los jueces desde las postrimerías del Porfiriato.

En la primera década del siglo XX, la impartición de justicia estuvo muy cuestionada. Las críticas se expresaban de dos maneras. Por una parte, quienes en lo general podrían considerarse proclives al régimen sostenían que el deficiente funcionamiento del «aparato» de justicia prácticamente era una variable independiente de las condiciones generales de la operación del sistema político imperante. La justicia funcionaba mal per se y podía ser criticada a partir de sus propias condiciones de realización, sin que ello implicara cuestionar el funcionamiento general del régimen.

AMLO explicó que cuando llegó al gobierno tenía en mente hacer una reforma para limpiar el Poder Judicial.

Por otro lado, para los opositores los males eran distintos y más graves. La justicia puede mencionarse así, para retomar el lenguaje utilizado con anterioridad, como una variable dependiente del régimen y, por lo mismo y dada la omnipotencia que se le atribuía a Porfirio Díaz, responsabilidad de él.

La representación social adjudicada al ámbito de los juzgadores es una manera de interpretar y de pensar la realidad cotidiana, una forma de conocimiento social que se constituye a partir de experiencias, información, saberes o formas de pensamiento que se reciben y transmiten por la tradición, la educación o la comunicación social.

Lo que define a la representación social es su vinculación con un contenido en la forma de imágenes, opiniones o actitudes, que a su vez están dirigidas a un objeto, como puede ser una actividad o un personaje social.

El objeto de la representación a considerar es el campo litigioso en general y no una modalidad particular de éste (federal o local) o alguna materia específica (civil, penal, etcétera), lo cual significa un problema en tanto que el nivel de desarrollo cultural del país en los últimos años del Porfiriato impedía diferenciar puntualmente al Poder Judicial de la Federación.

La anterior generalización no implica, sin embargo, tener que admitir que el campo litigioso es un todo completo y acabado, si no, en primer lugar, como una unidad compuesta por una serie de sujetos particulares y prácticas específicas, que, por lo mismo, pueden entenderse como aquello que hacen jueces, abogados, fiscales, jurados, peritos y demás agentes que participan en los procesos.

El doctor Cossío Díaz hace un recorrido por la literatura mexicana de la época aludida. En la novela Santa (1903) del escritor Federico Gamboa, recrea: «Los actores del litigio van al negocio, a los hurtos legales, a los despojos que los códigos amparan, a los embrollos con que los abogadazos de nota y fama blasonan su reputación de inteligentes, de sabios, honorables. Todos van corriendo en áspera carga desenfrenada en pos del dinero, del embargo, del lanzamiento, de la hipoteca, de las costas y réditos, de las herencias y de los honorarios… Tanto peor para el que cree en la justicia».

Si AMLO quiere restañar el raspón, el remedio lo tiene en su biblioteca.