Terrorismo

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Por Enrique Abasolo

Parece que las ciencias sociales han tenido algunas dificultades para consensuar una definición del concepto “terrorismo”.

Tampoco abona el hecho de que, dada la enorme carga emocional de la palabra, se utilice muchas veces a la ligera con fines políticos. No olvidemos que el populismo consiste en explotar precisamente la parte más emocional del electorado, sobre todo aquella relacionada con sus peores miedos.

Trump y algunos otros republicanos ultraconservadores han metido al narco mexicano a su arenga proselitista, calificando a los cárteles como organizaciones terroristas a las que los nobles Estados Unidos tienen la obligación de combatir, derrotar y anular.

Creo sinceramente que esto no pasa de ser puro discurso y politiquería electorera. Y si por casualidad hay alguna real intención de parte de algún grupo político para declarar organizaciones terroristas a nuestros vernáculos cárteles, están más motivados por la rentable industria detrás de una eventual lucha armada en contra del narco mexicano.

Evidentemente, al gobierno mexicano siempre le ha parecido que tal etiqueta es una exageración y que la actividad delictiva no amerita tan estigmatizante categoría.

“Si son buenos muchachos, nomás que están mal orientados”, habría justificado nuestro apologético cabecita blanca: “También son pueblo”.

Y es que a ningún régimen o gobernante le gusta que le digan que su casa es un cagadero sin orden y sin ley. Pero como limpiar el desorden requiere un esfuerzo inimaginable, lo que le sigue en orden de pragmatismo es negar por completo dicho desorden.

Desde luego que la sociedad gringa también padece y ha padecido el azote de diferentes drogas a lo largo de las décadas, siendo especialmente mortal la presente crisis de fentanilo. Es una catástrofe social y ello no puede minimizarse.

Nuestros vecinos del norte han resentido incluso los brotes de violencia asociados a este fenómeno, pero dudo que hayan padecido una crisis de ingobernabilidad como la que actualmente sufren varias entidades en nuestro País.

Pero del puñado de entidades que actualmente tienen encendidos los focos rojos ya sea por su tasa delictiva o de muertes dolosas, son Guerrero y Sinaloa las que pueden considerarse como estados fallidos, en los que sus autoridades (comenzando por sus respectivos jefes del Ejecutivo) brillan por su ausencia y las fuerzas del orden  son totalmente incapaces de restablecer la paz para que sus habitantes puedan hacer algo parecido a una vida normal.

Lejos de ello, el Ejército-Guardia Nacional (como si fueran entidades distinguibles) han sido responsables de la muerte de civiles desarmados y de catástrofes verbales como aquella desafortunadísima declaración de mi general Leana Ojeda, quien afirmó que la Seguridad en Sinaloa no dependía de ellos (de las fuerzas del orden), sino de que las bandas en disputa, Chapitos y Mayitos, terminasen de dirimir sus diferencias a punta de cuernos de chivo y bazucazos.

¡Ah, vaya! No, si lo bueno es que nos avisó.

Cuando al entonces presidente, López Obrador, se le preguntó respecto a la situación en Sinaloa, hizo gala de sus dos especialidades: hacerse pendejo y echarle la culpa a alguien más.

¿Cómo? Asegurando que lo de Sinaloa no era nada: “¡Deberían de ver el desmadre que nos traemos en Guanajuato!”. Obvio, no lo dijo así pero es lo que se infiere desde que el combate al crimen organizado es responsabilidad del Gobierno federal y es Guanajuato una de las entidades a las que su estrategia debería dar hipotética cobertura… aunque la gobierne la oposición.

¿A quién? Al Gobierno de los Estados Unidos, por tener la osadía de aprehender a uno de los criminales ¡más buscados del planeta! “También qué puntadas la de venir a patear el avispero, con lo que nos ha costado tener a los narcos contentos”. Otra frase que AMLO nunca dijo, pero se deduce de lo que sí afirmó.

Pero fue el fallido estado de Guerrero el que le dio al relevo (¿la ”releva”?) del Licenciado Tlatoani la más hórrida postal de bienvenida al cargo, luego de asumir como la primera mujer Presidente de México.

Es hasta doloroso escribirlo (de allí que me asombre aún más la displicencia con que minimizan el asunto en las conferencias matutinas): el recién nombrado alcalde de la capital guerrerense, Alejandro Arcos Catalán, muerto y decapitado, abandonado en un vehículo; con su cabeza expuesta en el toldo y su cuerpo sentado en el asiento del copiloto.

No sé realmente si entre los narcocorridos y las series chafas de narcos hemos terminado por anestesiar para siempre nuestra capacidad de asombro, pero a mí todavía me parece una de las imágenes más horripilantes del México actual y cuatri transformado.

¿Cobra alguna relevancia especial el que se trate del alcalde de Chilpancingo?

Sin duda. Aunque a lo largo de todo el siglo 21 el narco nos ha regalado las más perturbadoras y sangrientas instantáneas, en las que hemos podido apreciar efectivamente su evolución de bandas criminales a verdaderos emisarios del terror, el hecho de que se trate de un funcionario electo de cierta relevancia resulta especialmente revelador, preocupante, desmoralizador, sintomático.

La ejecución y oprobiosa exhibición del cuerpo de Arcos Catalán tiene por desgracia una lectura que ningún Gobierno de ningún orden se atreverá siquiera a murmurar.

Es el crimen organizado gritándonos cómo se encuentra muy, pero muy, muy encima del Estado Mexicano, arriba del Estado de Derecho; totalmente fuera de la órbita de la Justicia; por completo ajenos a la Ley de los hombres y del pacto social que es lo que nos hace seres civilizados.

Es el C.O. cagándose en México, en sus instituciones, en sus Leyes, en sus Gobiernos y sus Gobernantes (sí, incluida la doctora) y en cualquier sentido de humanidad y decencia de los ciudadanos.

Es un mensaje para sembrar el temor en el corazón de todos los que por desgracia o por fortuna nacimos mexicanos: “Si eso le pasa a un representante del gobierno, de la ley, de la autoridad… ¿A merced de qué voluntad me encuentro yo y todos los demás? ¿Mi familia, mis amigos y toda la gente buena y decente que conozco?”.

Se podrá seguir debatiendo durante mucho tiempo… Y seguirán haciéndose los estúpidos durante décadas antes de admitir el nivel de descomposición que, con su ayuda y omisión, ha alcanzado la situación.

¡Síganlo discutiendo! Para mí esto es terrorismo sin más.