Sacerdotes asesinados, demasiado silencio

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Jorge Fernández Menéndez

El asesinato del sacerdote Marcelo Pérez en San Cristóbal de las Casas debe ser un punto de inflexión en el escenario de inseguridad e ingobernabilidad en Chiapas. Ayer, de acuerdo con las autoridades locales, fue detenido el asesino material, pero creer que el asesinato del reconocido sacerdote, defensor de los derechos indígenas y uno de los más insistentes en reclamar la intervención estatal para controlar la violencia que sufren esas comunidades, fue un crimen aislado sería absurdo.

En Chiapas se necesita una intervención federal de, por lo menos, el mismo calado de la que hubo en 1994 y los años posteriores, cuando prácticamente fue intervenido el Estado, se establecieron desde la federación políticas públicas y de seguridad muy específicas, acompañadas por un trabajo político serio que permitió, incluso, la convivencia con el EZLN durante muchos años, manteniendo índices de seguridad relativamente estables.

Todo eso se perdió hace seis años con la llegada al gobierno de Rutilio Escandón, un hombre que no estaba preparado para gobernar, que abandonó las políticas de seguridad, dejó a su suerte a las comunidades, sobre todo indígenas, y puso en manos del crimen organizado amplias zonas del estado y de la frontera sur. Además, lo hizo permitiendo la corrupción de sus áreas y funcionarios de seguridad, que negociaron simultáneamente con distintos cárteles, generando crecientes y constantes enfrentamientos entre ellos.

En Chiapas, más allá de que en diciembre asuma el gobierno Eduardo Ramírez, un hombre mucho más preparado para ello que Rutilio Escandón, debe haber una intervención federal como la de 1994-95 porque, como entonces, lo que está en juego no es la seguridad pública, sino la seguridad nacional.

Pero todo esto debe ser también un punto de inflexión para la iglesia católica y su posición respecto a la violencia y la inseguridad. La iglesia católica tiene una actitud poco clara respecto al crimen organizado. Mientras muchos sacerdotes son víctimas del mismo, otros apuestan a tener diálogo, incluso acuerdos con grupos criminales. No hace falta ir muchos años atrás, con casos como la relación de los Arellano Félix con los hombres de la iglesia, a pesar de haber sido responsables del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, cuando supuestamente lo confundieron con El Chapo Guzmán, y que acabó, incluso, en una reunión en la sede del Episcopado de los hermanos Arellano con el nuncio Girolamo Prigione

En Chiapas, más allá de que en diciembre asuma el gobierno Eduardo Ramírez, un hombre mucho más preparado para ello que Rutilio Escandón, debe haber una intervención federal como la de 1994-95 porque, como entonces, lo que está en juego no es la seguridad pública, sino la seguridad nacional.

Pero todo esto debe ser también un punto de inflexión para la iglesia católica y su posición respecto a la violencia y la inseguridad. La iglesia católica tiene una actitud poco clara respecto al crimen organizado. Mientras muchos sacerdotes son víctimas del mismo, otros apuestan a tener diálogo, incluso acuerdos con grupos criminales. No hace falta ir muchos años atrás, con casos como la relación de los Arellano Félix con los hombres de la iglesia, a pesar de haber sido responsables del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, cuando supuestamente lo confundieron con El Chapo Guzmán, y que acabó, incluso, en una reunión en la sede del Episcopado de los hermanos Arellano con el nuncio Girolamo Prigione

En la actualidad hemos visto cómo, en otra zona de terrible violencia como es Chilpancingo-Chilapa, en Guerrero, el anterior obispo, Salvador Rangel (el mismo que el año pasado fue secuestrado y encontrado en un motel en Morelos), insistía públicamente en la relación que mantenía con los jefes del Cártel de Los Ardillos, hegemónicos en la región, un diálogo que su sucesor, José de Jesús González Hernández, continuó. Los Ardillos son uno de los grupos criminales más violentos del estado y tienen sometida a la población, enfrentados a su vez con otras organizaciones criminales.

La muerte de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales El Gallo y Joaquín César Mora Salazar El Morita, asesinados durante un ataque armado en una iglesia en el municipio de Urique, en Chihuahua, en 2022, debió haber sido, como ahora con la de Marcelo Pérez, un punto de inflexión determinante en la posición de la Iglesia ante la violencia.

Porque, además, poco antes había sido asesinado otro sacerdote el padre José Guadalupe Rivas, muerto el 15 de mayo de 2022, en un rancho cercano a Tecate, Baja California. Era, como los asesinados en Urique y como Marcelo Pérez, un activista social. Al frente de la Casa del Migrante de Nuestra Señora de Guadalupe, en Tecate, brindaba hospedaje y alimentación a migrantes que intentan cruzar hacia Estados Unidos.

Los cuatro eran sacerdotes muy comprometidos con sus comunidades, explotadas continuamente por grupos criminales que tienen amplia hegemonía en esas regiones. La iglesia debe tener una posición mucho más firme en defensa de los derechos humanos, sobre la seguridad de sus sacerdotes y de todos. Su influencia debería ser determinante para cambiar el curso de las cosas, más aún cuando el papa Francisco tiene una posición tan clara respecto al narcotráfico y la violencia.

LA TRIPLE CRISIS

Existe en Sinaloa un triple conflicto institucional: por una parte, la Fiscalía General de la República sostiene que Héctor Melesio Cuén fue asesinado en la misma finca donde supuestamente secuestraron al El Mayo Zambada y que en ese lugar encontraron sangre de Cuén. Un juez federal dice que no se han librado órdenes de aprehensión porque los estudios hemáticos no confirman que esa sangre sea del asesinado exrector de la UAS y diputado federal electo, al tiempo que la Fiscalía del estado está investigada y cuestionada porque exhibió un video que resultó un montaje y que quería demostrar que Cuén había sido asesinado en una gasolinera en un intento de robo.

Lo cierto es que las autoridades todavía a ciencia cierta no saben qué pasó ese 25 de julio, incluso no saben si El Mayo fue secuestrado o no por Joaquín Guzmán, o si hubo o no participación externa en los hechos. No deja de asombrar que ante ello no exista también en Sinaloa, más allá del envío de guardias nacionales y soldados, una intervención mucho más profunda de la Federación en un estado donde obviamente el grado de penetración criminal no admite más que una cirugía mayor.