La moral y la política, ¿son antípodas?

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Virgilio Rafael González Guajardo.

Desde la infancia, ciertos encuentros literarios pueden marcar el rumbo de nuestra conciencia y pensamiento. En mi caso, fue a los ocho años cuando mi abuelo, en un acto que solo ahora comprendo en toda su profundidad, me regaló dos obras trascendentales de José Ingenieros: “El hombre mediocre” y “Las fuerzas morales”. Aquellos libros no solo fueron devorados por mi curiosidad infantil, sino que moldearon mi entendimiento sobre la dignidad, el deber y el valor moral.

Hoy, al reflexionar sobre la inmoralidad que parece enquistada la sociedad misma y en el quehacer político mexicano y en especial en Coahuila, las lecciones de Ingenieros resuenan con una claridad alarmante. En un contexto donde, como bien observaba Aristóteles, la moral debería ser el cimiento de la política, asistimos a una degradación ética que raya en la desvergüenza. Aunque existen honrosas excepciones, es innegable que un elevado porcentaje de los individuos exhiben conductas reprobables, alejadas de cualquier ideal de virtud.

Aristóteles, con su enfoque en la virtud moral como práctica indispensable para una vida plena, nos recordó que la política no es simplemente el arte de gobernar, sino de hacerlo con justicia, moderación y valentía. Sin embargo, en la praxis política contemporánea, estas virtudes parecen haber sido relegadas a las vitrinas de museo que Ingenieros denunciaba como “momias éticas, inútiles ya para el devenir de la moralidad en la historia humana”. La mediocridad que denunciaba Ingenieros ha ganado terreno, confundiendo la “prudencia” con la cobardía y el “justo medio” con la indiferencia.

“El hombre que atesora fuerzas morales adquiere valor moral,” escribió Ingenieros, refiriéndose al ser humano capaz de actuar conforme a su conciencia, sin perseguir recompensas ni temer desventuras. Esta descripción contrasta brutalmente con la figura del político oportunista que busca el poder no como medio para servir, sino como fin en sí mismo. La falta de ética en la clase gobernante no es solo un problema individual, sino una “hidra generadora de la inmoralidad social”, como acertadamente lo expresó Ingenieros.

En sus obras, José Ingenieros también nos habló de las “fuerzas morales” como el motor que impulsa a la humanidad hacia ideales más altos. Estas fuerzas, según él, “no son virtudes de catálogo, sino moralidad viva”, plásticas y en constante evolución, capaces de “imantar los corazones y fecundar los ingenios”. Sin embargo, en el escenario político actual, estas fuerzas parecen haberse extinguido o, peor aún, haber sido sustituidas por una corrupción rampante que niega cualquier forma de dignidad.

Ante este panorama, la lección de Ingenieros es clara: “Nada se les parece menos que la temeridad ocasional del matamoros o del pretoriano”. El verdadero valor moral radica en la constancia, en la “pulcritud de condena frente a las insanas supersticiones del pasado” y en la valentía de desafiar un sistema que se tambalea bajo el peso de su propia inmoralidad. Es imperativo, entonces, que los ciudadanos retomemos esas fuerzas morales como guía para exigir y construir un sistema político más justo y digno.

Aristóteles e Ingenieros coinciden en un punto crucial: la ética no es un adorno opcional para el ejercicio del poder; es su esencia misma. Mientras las virtudes permanezcan relegadas a discursos vacíos, seguiremos siendo testigos de la degradación moral que socava nuestras instituciones y corroe nuestras esperanzas. Como sociedad, nos corresponde “ascender al heroísmo”, entendiendo que solo a través de la acción consciente y valiente podremos enfrentar la injusticia y reconstruir un sistema basado en los ideales más elevados.

Hoy, la autoridad ha olvidado que solo son servidores públicos y en su ego inflado no atienden las necesidades ni las solicitudes de audiencia de la ciudadanía, la ensoberbecida mente de estas personas los hace verse a sí mismas como emperadores y dueños absolutos de los inmuebles públicos, estados y del país en general y lo que es más grave, dueños únicos del erario, del cual disponen a su albedrío e interés personal.

El Idealismo de la Juventud: Una Luz que la Política Opaca

Constantemente me pregunto: ¿hasta qué punto la clase política es responsable de la corrupción y la violencia que flagelan nuestra sociedad? En este dilema, emerge una verdad innegable: la juventud es portadora de una inteligencia innata y un idealismo vibrante, atributos que, lejos de ser cultivados, suelen ser combatidos por sistemas que buscan perpetuar un statu quo decadente.

Los niños y jóvenes nacen con una chispa que ilumina el camino hacia un futuro mejor. Su curiosidad, creatividad e ímpetu por transformar el mundo son pilares esenciales para construir una sociedad basada en valores sólidos y principios de gran alcance. Sin embargo, esta luz se apaga cuando la clase política y otros poderes establecidos les hacen creer, de manera maliciosa, que carecen de aptitudes para pensar críticamente, innovar y liderar. A través de un adoctrinamiento sutil pero persistente, se les induce a conformarse con paradigmas mediocres, negándoles así la oportunidad de desarrollar su potencial erudito y su capacidad para generar cambios trascendentales.

En un contexto donde los supuestos líderes carecen de virtudes y promueven propuestas “culturales” de paupérrima calidad, ¿podemos esperar otra cosa que una sociedad desorientada? Pareciera que lo trivial y lo banal han ocupado el lugar de la ética, el progreso y la cultura de alto nivel. Esta crisis no solo nos afecta a todos, sino que traiciona a la juventud, el sector que podría y debería ser el motor de la transformación.

¿Es necesario un levantamiento social dirigido por jóvenes que reclamen el lugar que les corresponde como visionarios y agentes del cambio? Quizás sea inevitable.

La historia nos ha demostrado que los grandes movimientos sociales y culturales suelen estar encabezados por mentes jóvenes que, con su audacia e idealismo, desafían estructuras obsoletas y reconstruyen las bases de la convivencia humana. Es esta generación la que puede retomar el verdadero camino hacia un progreso cimentado en la ética, la educación y una cultura de excelencia.

La solución no radica en seguir esperando que los líderes actuales, aferrados al poder, cambien el rumbo. Es hora de empoderar a los jóvenes, de dotarlos de herramientas intelectuales, éticas y culturales para que sean ellos, quienes impulsen la revolución que nuestra sociedad necesita. Solo así podremos soñar con un futuro donde prevalezcan los valores, la creatividad y el conocimiento como las máximas virtudes de nuestra civilización.