Inspiración creativa de una vida a caballo

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Fernando Fuentes García.

Nubes de polvo levantadas por cascos que golpean la tierra. Hábiles extremidades que hacen avanzar al caballo y nos deleitan con sus movimientos y poderosos músculos que ondean bajo su tersa piel. Señorío proclamado con profunda respiración que resuena desde sus dilatados ollares. Expresivas crines y colas que ondean en el viento. Grandes ojos que denotan su extraordinaria nobleza. Grácil cuello que deja caer su cabeza a la mano del ser humano.

Añeja asociación de la dupla hombre y caballo, que ha conformado el curso de la historia humana, tanto en la cacería como en la guerra y en el trabajo como en el deporte. Mutua lealtad que ha forjado puentes entre tierras distantes y civilizaciones enteras. Unión espiritual que ha sido fuente de inspiración en las artes, desde las primeras expresiones plásticas primitivas en las cuevas de Lascaux y Altamira, que datan de hace 12 a 18 mil años, hasta aquellas de la era antigua que plasmaron los frisos tallados para el Partenón de Atenas (447-432 a.C) y el tributo estatuario al Imperio Romano.

Desde aquellas expresiones de arte equino de la edad media y moderna, que buscaban exaltar las preciadas posesiones de la aristocracia y los grandes guerreros y sus caballos de guerra; hasta la tradición del caballo en el deporte y el estilo de vida que trajo consigo el capitalismo. Desde las creaciones contemporáneas que tomaron como tema los conflictos sociales y políticos, como el que liberó al pueblo francés de un inicuo poder y los que nos dieron patria a México, hasta las que plasmaron la vida en el Oeste de Estados Unidos y en la hacienda surgida del Virreinato de la Nueva España.

El profundo conocedor de la cultura y el arte del viejo Oeste de Estados Unidos, Don Hedgpeth (1944-2020), hacía una diferenciación entre la obra del escultor Charles M. Russel (1864-1926) y la del escultor Frederic Remington (1861-1909): La capacidad de Russel de captar el sentimiento. Habilidad de la que carecía Remington, quien se enfocaba más en la imagen, mientras que Russel lograba una fuerte intensidad en su obra, gracias a la experiencia de vida del artista, la que moldeo su actitud y carácter y eligió retratar.

El arte reclama algo más que maestría sobre la forma y técnica, reclama la huella digital de su creador, su propia esencia. Bien recuerdo cómo mi padre platicaba sobre aquella experiencia de mi abuelo que al lomo de su yegua la “Peregrina” recorría regularmente el camino de Linares a su pueblo natal de Galeana, Nuevo León, cruzando la sierra de Iturbide, en algunas ocasiones dormido del cansancio y abandonado al instinto de su leal compañera. Es ahí, en Galeana y junto a mi abuelo, donde doy mis primeros pasos para adentrarme al mundo natural.

La pasión por el caballo, tiene su origen en mi familia materna, con prominentes figuras de la ganadería norestense, de quienes, junto a mi padre, tomamos un pie de cría de la sangre de línea de caballos Sonoita de la raza Cuarto de Milla; emprendiendo así la experiencia de la crianza del caballo. La que me permitió sorprenderme en una madrugada con el nacimiento de una cría, “la lluvia”, que en la pradera despertaba de un sueño y se levantaba de un charco de agua en busca del alimento y el abrigo materno. Pero también vivir la ansiedad y sufrimiento de un mal parto que tuve que asistir en el corral y en el que por desgracia hubo la pérdida de la cría.

La tradición familiar de practicar el deporte nacional de la Charrería, me cautivo y me llevó a experimentar la enseñanza en la rienda del caballo, acercándome a un gran maestro zacatecano, Ángel Loredo, quién me abrazó como amigo y maestro. Grandes momentos que viví en su compañía dentro del lienzo charro y atravesando las praderas entre los municipios de Nuevo León de Higueras, Zuazua y Marín, para aprender a conectarme con la psique del caballo mientras lazábamos burros salvajes en la llanura.

Conexión con la naturaleza y este ser, que desataban las jornadas cabalgando por kilómetros en un río lleno de fina arena, en el municipio de Zuazua, con al menos una profundidad de un metro y diez de ancho; una joya de la naturaleza ahora desaparecida por la depredación humana. El río de arena se coronaba en un ojo de agua en el que desmontábamos para tomar agua, para luego emprender el retorno a las caballerizas y atender al descanso de tu leal caballo.

Siempre quise tener la habilidad de Ángel, difícil es, tal vez por eso a estos grandes arrendadores (maestros de la rienda del caballo) se les ha llamado susurradores del caballo, lo que implica hacer a un lado la idea de la fuerza, para sustituirla por la conexión con la psique de este majestuoso ser. Precisamente una de las yeguas que acostumbraba yo a montar, por desgracia la mala mano que la tomó para arrendar, le imprimió un carácter nervioso y siempre a la defensiva. La Charrería, me llevó a conocer al extraordinario Charro de Lagos de Moreno, Jalisco, don Antonio Márquez Martínez (1932-2020), quién en una banca del patio central de su casa, me recitó una acertada estrofa que describe la ocupación del arrendador, el privilegio, decía, de unos pocos hombres de a caballo:

“Es el arte de arrendar

trabajo de mucha ciencia;

habilidad más paciencia

y secretos de antigüedad”.

Ganadero y criador de caballos, don Antonio era un verdadero hombre de a caballo y gran talabartero de quien adquirí mi preciada montura. Con él recuerdo una cena, acompañado de mi padre, en la que el tema de la historia de México surge y de la que es gran conocedor. Durante la cena nos contaba sobre la maestría al montar, que demostraba el general Porfirio Díaz. Luego compartí memorables momentos con su familia, que me brindó estancia en su morada en diversas ocasiones. En uno de mis viajes a Lagos, don Antonio me obsequió y dedicó su libro de memorias sobre “Lagos, tierra de vaqueros”, quienes dieron cuna al caballo Cuarto de Milla en México, por lo que, en el año 2013, se le ha bautizado a la ciudad de Lagos, como la Ciudad Capital del Caballo Cuarto de Milla. 

Recuerdo una vez que luego de madrugar y acompañar a don Antonio a su rancho a dejar en la pradera el alimento para el ganado, salí en compañía de dos de sus hijos y dos colegas Charros del Huajuco, a practicar en el Lienzo Charro de la Unión de San Antonio. Todavía puedo oler el humo de la soga chorreando en la cabeza de mi silla de montar, de los buenos piales de piquete que realicé. La experiencia del lazo es muy gratificante, pero lo son más los momentos que compartes con los compañeros.

Así fue mi aventura en la Huasteca Veracruzana, en los ranchos ganaderos de un buen amigo. Llegando a un pueblo de la Huasteca, viajamos a caballo toda una tarde hacia el casco del rancho, en el que el vaquero nos recibió y nos guió a la estancia. Era la temporada de nacimientos del ganado Brahman, tiempo de herrar, de inseminar a las hembras y de seleccionar y separar hatos. La jornada requería un mes de trabajo y había que visitar otros ranchos en las serranías.

Iniciamos entonces la reunión de los diversos hatos dispersos en los grandes pastizales, para luego arrearlos en compañía de veinte vaqueros a los corrales de manejo hechos de madera. Día con día, la fiesta del lazo de becerros en los corrales era un deleite. En ese tiempo me había preparado técnicamente para la inseminación artificial y ahí aproveché para practicar acompañado del veterinario. Ya en la tarde noche, la familia del vaquero nos recibía en su casa con manjares del campo, como una deliciosa cecina de res cocinada en estufa de leña.

Al alba del siguiente día, con la bruma de la mañana extendida en aquellas llanuras como escenario, a desayunar con café de olla y leche bronca, a ensillar al caballo y a trabajar nuevamente hasta el atardecer. Algunas noches las reuniones con los vaqueros y el huapanguero alegraban el fin de la jornada diaria. Inolvidables notas que surgían de la Jarana jarocha tocada por las hábiles manos del huapanguero, que además era un maestro de obras de arte de la talabartería. De sus manos recibí un preciado obsequio, una cuarta de cuero crudo, baqueta y cerda de crin de caballo.

El tiempo llegó de trabajar en dos ranchos ubicados en las serranías a cuatro horas a caballo. Atravesando campiñas y ríos, llegamos a las faldas de la serranía y a subir las pesadas pendientes hasta llegar a los corrales. Las tardes nos daban y al regreso la negra noche nos sorprendía cruzando nuevamente las campiñas y los ríos, que atravesábamos estrechamente y cantando para no perdernos en la cerrada obscuridad, que en las llanuras resaltaba los ojos del ganado de la región.

Coincido con el finado Don Hedgpeth, no se puede captar el sentimiento, sin haber vivido la experiencia arriba del lomo del caballo, más allá de la práctica de cualquier deporte. Sin duda esta añeja asociación del caballo y el hombre, nos remite a la historia, pero lo más importante es que sigue siendo relevante en las artes, pues nos evoca valores como el coraje y la nobleza, el liderazgo y la unión, la libertad, la hermandad y la belleza. Grandes valores que, en el actual acontecer, político, social y económico, resulta trascendente rescatar.

Sobre el Autor

Fernando Fuentes García es un escultor autodidacta especializado en el bronce, comprometido a transmitir la aportación única y vital del arte y la escultura a la sociedad y a contribuir a un mejor México.