VICENTE RIVA PALACIO CUENTOS DEL GENERAL

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Lic. Simón Álvarez Franco.

        El número 41 del año XX, de “La Ilustración Española y Americana” (6 de noviembre de 1876) decía: Tenemos el honor en nuestra portada de presentar la fotografía de don Vicente Riva Palacio, uno de los hombres más eminentes de la América Latina, como abogado y literato, como valeroso militar y ministro de fecunda inteligencia, a quien se debe en primer lugar el notable desenvolvimiento que los progresos materiales han tenido en Méjico (sic) desde 1877, y en particular la  construcción de caminos de hierro. La Ilustración no olvidaba los hechos de armas del general, su quehacer político, y elogiaba su obra literaria, reconocida y apreciada en el medio cultural español.

      En esa época El Correo de Europa, periódico de Lisboa, insertó en sus páginas una biografía de Riva Palacio, resaltando su literatura y hacía hincapié en otros aspectos en que se había distinguido como periodista, crítico literario, cuentista, novelista e historiador y geógrafo.

       Por su parte, el historiador saltillense don Vito Alessio Robles en su monumental obra geohistoriográfica “Coahuila y Texas”, editada en 3 tomos en 1945 por Editorial Porrúa, acude frecuentemente a consultar los comentarios de Riva Palacio, que se distinguen por lo atinado del habla corriente y pueblerina de los sujetos protagonistas de sus cuentos cortos.

      Vicente Florencio Carlos Riva Palacio Guerrero; nació en la Ciudad de México en 1832, falleciendo en Madrid, España en 1896 en su gloriosa madurez de 62 años, al servicio de los intereses de nuestra patria. Su padre, el liberal Mariano Riva Palacio fue presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el abogado a quien eligió el Emperador Maximiliano I para que llevara su defensa en el juicio ante el tribunal militar que, tras la caída del Segundo Imperio y su captura en Querétaro, condenó a muerte al que fue emperador.

       Su madre, Guadalupe Dolores Guerrero, hija mayor del presidente de México, don Vicente Guerrero. El joven Riva Palacio creció, pues, en el seno de una relevante familia liberal; cursó sus estudios de bachiller en el Colegio de San Gregorio, obteniendo el título de abogado en 1854. Un año después apoyó al Plan de Ayutla, habiendo sido electo secretario del Ayuntamiento de la Ciudad de México y Regidor y al año siguiente, declinó el nombramiento que don Benito Juárez le ofreció del ministerio de Hacienda y continuó con sus labores periodísticas y literarias, cabe mencionar que los jocosos versos que el pueblo adoptó de su poemita “Adios mamá Carlota” se hizo una canción que aun hoy se recuerda con agrado.

       Durante el mandato que le concedió el general José María Arteaga fue gobernador del estado de Michoacán y posteriormente del Estado de México, y debe ser recordado como el autor de la monumental obra “México a Través de los Siglos” que dio a conocer ante el mundo las características de nuestro país, y que debería ser obligatorio leer para todo mexicano que evoque y quiera a esta patria nuestra que ha sufrido tantos maltratos para llegar a ser una gran nación.

       Por si fuera poco, Vicente Riva Palacio con sus propios recursos armó y comandó un pequeño ejército que fue en auxilio de la toma de Puebla por el general Ignacio Zaragoza, coahuilense distinguido a quien se debe la frase ante don Benito; “Las armas nacionales se han cubierto de gloria”.

      En 1865, Riva Palacio haría prisioneros a los belgas que sitiaban la ciudad de Morelia, entre ellos a los generales Leonardo Márquez y al capitán Waldemaro Becker, y en lugar de fusilarlos como estaba autorizado para hacerlo, caballerosamente les liberó,  el Mariscal Bazaine aceptó este hecho y trató de igual a igual a Riva Palacio, dándole el tratamiento no de guerrillero sino de Comandante.             

          En 1870 publica entre varias novelas “El Libro Rojo”, “Hogueras, horcas, patíbulos y suicidios”, y en colaboración con Manuel Payno una obra histórica: “Singulares y Extraños acaecidos en México durante las guerras civiles y extranjeras”.

       En el mismo año de 1870 acepta ser representante de nuestro país en España, siendo un representante muy estimado por su amplia cultura y don de gentes. Nos dejó varios libros de poesía como “Memorias de mi viaje en trineo”, y los de sonetos “Noches en el Escorial” y “La Catedral en  Toledo”, y muchos más que por falta de espacio no mencionamos, pero valen la pena leerlos y conservarlos como ejemplares de nuestra literatura  del siglo XVIII.

        A modo de ejemplo veamos uno sólo de sus cuentos cortos:

                           “LA BESTIA HUMANA”

             No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.

            Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña, descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la mansedumbre.

              Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el último de los tramoyistas del teatro de la Gaité, adonde tenía un empleo, todos le llamaban papá Ramón y ni hubo superior que tuviera motivo de reñirle ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.

       Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni con hora fija siquiera para almorzar; pero en la noche, cuando terminaba la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a pertenecerse a sí mismo.

       Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del teatro entraba  en un modesto pero aseado restaurant, ocupaba siempre la  misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de papá Ramón, después de darle las buenas noches , iba colocando unos tras otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.

      Papá Ramón no abandonaba el periódico; Leía mientras estaba comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente. Mientras que saboreaba la lectura.

      Como el restaurant estaba cerca del teatro, y la calle era de tránsito para el espectáculo, y todo el mundo sabía cuál era el restaurant de papá Ramón, y a qué hora indefectiblemente estaba allí, muchas veces asomaban por la puerta, y como espiando, ya un rostro varonil, ya un grupo de cabecitas de mujer. Envueltas en sus abrigos, que decían:       

              –Buenas noches papá Ramón.

              –Buena salud, papá Ramón.

              –Que aproveche.

              Y desaparecían en seguida.

      Papá Ramón bajaba el periódico y volvía la cabeza; sus ojos brillaban con una luz de satisfacción, y en todo su rostro se pintaba la alegría. Porque aquello era la felicidad para él. Tenía mucho cariño para todos, y sentía un verdadero placer con cualquiera muestra de buena correspondencia. Papá Ramón realmente era bueno, y nada de aquello por su parte era forzado ni singular. 

                          * *  *

Una noche, en una de las mesas cercanas a la

que ocupaba papá Ramón comían tres personas: tres jóvenes; de ellos, el que parecía el principal, representaba unos treinta años: alto, membrudo, el pecho levantado, ancha la espalda, la cabellera negra y rizada, levantándose sobre las sienes para atrás; un bigote negro y unos labios gruesos le daban todo el aspecto, aun cuando iba cuidadosamente vestido de etiqueta, de ser  uno de esos hombres que  se llaman artistas y en los teatros de tercer orden, o en las ferias de los pueblos, se exhiben haciendo ejercicios de fuerza, rompiendo cadenas, doblándose barras de hierro sobre el brazo, o jugando con balas de cañón; además se conocía una educación poco esmerada; reía brutalmente; hablaba alto, decía palabras inconvenientes; reñía por todo a los criados y encontraba malo todo cuanto le presentaban, lo mismo el vino que la comida. Sus compañeros, que eran una especie de parásitos o aduladores, le llamaban familiarmente Armando. Escuchaban con atención todas sus tonterías, y celebraban todos sus chistes de mal gusto.

      Debió llamarles la atención el vecino que leía tranquilamente El Fígaro, porque le miraban, cuchicheaban y se reían evidentemente de él.

Así, llegaron hasta la hora que papá Ramón tomaba su café; el Hércules, quizás excitado porque había comido fuerte, tomó un pequeño pedazo de pan, y procurando disimular el movimiento, lo lanzó sobre papá Ramón. Éste pareció no haberlo notado, pasó un rato, y los compañeros de Armando, alentados por el ejemplo común, comenzaron a tirar a papá Ramón bolitas de miga o fragmentos de cáscara de nuez. El primer

proyectil que rodó sobre el periódico hizo levantar la cabeza a papá Ramón, que, no comprendiendo qué era aquello, supuso, sin duda, una piedrecilla desprendida del techo. Cuando ya se hizo cargo de que alguien le tiraba, volvió el rostro creyendo encontrar la alegre cara de un amigo que trataba de llamar su atención. No se incomodó, pero procuró llamare la atención con la confianza del cariño, se encontró nomás con aquellos tres comensales que agachaban las cabezas, reían burlonamente y lo miraban de soslayo.

       Entonces reconoció papá Ramón que era víctima de aquellos hombres sin duda. No si incomodó, pero procuró terminar cuanto antes para retirarse.

       A grandes sorbos apuró la taza de café; dobló la servilleta, la metió en el anillo de metal, y luego

enclavó en anillo en el gollete de su botella de vino. Plegó cuidadosamente el periódico, y más bien como como quien escapa de las travesuras de unos niños que como quien se separa disgustado y huyendo de gentes de mala educación, se preparaba ya a tomar su sombrero, cuando el hércules, alentado sin duda por aquella retirada, lanzó una nuez, que por la combinación de los movimientos de papá Ramón llegó a herirle en la boca y le hizo brotar sangre.

      Entonces pasó una cosa terrible. y con una rapidez, con una energía y con un acierto que nadie podría esperar Papá Ramón, cogió la botella de vino y la arrojó con toda su fuerza, La botella fue a estrellarse en la frente de Armando, bañándole el rostro y el pecho, primero de vino y después de sangre.

      Derribando la mesa el hércules, ciego y vacilante por el dolor, por la ira, y quizá por la conmoción cerebral, y con las manos crispadas, se levantó, pero antes de que hubiera podido avanzar, ya papá Ramón, lívido, desencajado, con un reflejo verde y brillante en los ojos y con la respiración agitada, estaba delante de él, y como sirviéndose de una maza de esos sifones que contienen aguas gaseosas, descargó un segundo golpe, todavía, más terrible, sobre la cabeza de Armando .  

        El hombre lanzó un grito sordo; batió el aire con los brazos y cayó de espaldas. Pero como si su cuerpo hubiera ejercido una atracción irresistible sobre papá Ramón, se arrojó éste también instantáneamente sobre su enemigo, y comenzó a golpearle con furor en la cabeza, en la cara, en el pecho, con los pedazos de cristal, con los fragmentos de la porcelana, con todo lo que podía encontrar. El hércules tuvo al principio algunos movimientos convulsivos, y después quedó inerte; mientras, papá Ramón seguía golpeando, hiriendo, destrozando; bramaba, rugía, silbaba como la serpiente; ya no era un hombre. Papá Ramón había desaparecido; era un tigre sediento de sangre; era un gorila feroz, encarnizado; era el niño que goza en hacer pedazos el más preciado de sus juguetes.

       Todas esas capas de barniz que en mil generaciones han ido colocando como estratificación, y a fuerza de años, para formar una envoltura dentro de cual pueda vivir oculta e inofensiva la bestia humana

en el siglo XIX, se hicieron pedazos en menos de cinco minutos terribles. Y había surgido la fiera humana   había surgido la fiera que duerme olvidada en cada uno de los hombres; que oculta su vida latente quizás en lo más profundo y misterioso de las circunvoluciones cerebrales, y que muchas veces se yergue y se asoma terrible; prestando a los músculos fuerza y elasticidad, al cerebro, sus instintos y sus vértigos salvajes, y a todo el organismo, sus energías y sus paroxismos incomprensibles.

      La señora del comptoir gritaba, los amigos de Armando, aterrados, pegados al muro, no se habían atrevido a moverse; la policía no tardó, y su primer intento fue separar a papá Ramón de la cara de su enemigo; per costó enorme trabajo y cuando le arrancaron de allí, levantó entre sus crispadas manos sangrientos mechones de pelo de su adversario. El hércules estaba muerto, con uno de los cristales le había dividido papá Ramón la yugular; La cara era una masa informe de sangre, de carne, de pedazos de cristal y de fragmentos de porcelana.

 *  *  *

Papá Ramón  todavía entre los brazos de los gendarmes, pugnaba por lanzarse sobre su enemigo; pero repentinamente  echó la cabeza trémula y confusa, hacia atrás; sus ojos se abrieron espantosamente y como si fueran a salirse de las órbitas; torcióse su boca, haciendo una mueca horrible; lanzó un grito estridente, y se desplomó, rebotando en el pavimento su cabeza, pero al caer saltaron los botones de la levita, y escapando de los bolsillos del pecho, sin una mancha de sangre y, cuidadosamente doblado, quedó sobre el brazo del cadáver el periódico que diez minutos antes leía con tanta tranquilidad y tanto gusto el pobre papá Ramón.

NOTAS:

1.- Cuentos del General. Vicente Riva Palacio
Colección “Sepan Cuantos”ente Riva Palacio, 2023 Núm. 101

2.- Elena Fernández
Biografía del Gral. Vicente Riva Palacio, 2023