Mis sexenios (15)

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José Guadalupe Robledo Guerrero.

Florestapismo (1975-1981)

Federico Berrueto Ramón era un hombre de una vasta cultura e ideología jacobina. Él mismo fue ideólogo de los políticos coahuilenses por varias décadas.

Sabía que mis buenas relaciones con Villegas Rico eran temporales, por eso nunca le hice caso al “canto de las sirenas”. Mi creencia se confirmaría cuando tuve el primer conflicto con el Rector. Resulta que Xicoténcatl Riojas Guajardo, otro apestado por su sometimiento a Luis Horacio Salinas Aguilera, decidió lanzarse como Secretario General del STUAC. Villegas obviamente no lo quería dirigiendo el sindicato oficial de la UAC.

Mi involucramiento en ese pleito tiene su historia. Un par de meses antes de la renovación del Comité Ejecutivo del STUAC, me encontré con Villegas Rico en un supermercado y me preguntó ¿Cómo ve la situación sindical? Le dí a conocer mi visión, le comenté mi simpatía por Xicoténcatl Riojas, y sabiendo que no era su favorito, insistí en que nada pasaría si se dejaba que la elección se desarrollara sin intervenciones de Rectoría.

De dientes para afuera Villegas estuvo de acuerdo conmigo, incluso me dijo: “Tiene razón no no debo preocuparme por eso, finalmente yo soy el Rector, y el sindicato, sea cual fuere su líder, será institucional conmigo”. Ayúdeme, me dijo, a que las cosas salgan bien, aún cuando apoye a su amigo Xicoténcatl. Y terminó su perorata con otra mentira: “Yo no tengo candidato, que los trabaja- dores universitarios decidan”.

En otra ocasión, al acudir a un llamado del Rector, entré a su despacho precisamente cuando salían sus principales cortesanos. Encima de una mesa estaba una pintura que un artista local había hecho con el rostro de Villegas que él miraba con atención. Al percatarse de mi presencia me preguntó: ¿Qué le parece la pintura? La verdad me parecía horrible, sus facciones no eran fieles y el rostro tenía una mueca mucho más fea que la que Villegas tenía en realidad, parecía deforme. 

Para no molestar a su ego le dije: soy un hombre inculto, de pintura sé poco, por eso no le dé relevancia a mi opinión. Se me hace que el rostro pintado no se parece a usted. Luego supe que Villegas se deshizo de la pintura y les reclamó a sus cortesanos, porque le había dicho que estaba maravillosamente bien lograda. Que sólo le faltaba hablar para saber que era el sabio Rector que tenían como jefe. Pero a mí también me fue mal, desde entonces desconfió de mi opinión. 

Días después de mi encuentro con Villegas en el supermercado, antes de las elecciones sindicales, precisamente el día que otro sindicalista de Torreón, Carlos Campos, murió en un accidente carretero cuando venía a una reunión sindical, me mandó a su Secretario General, Javier Cedillo de la Peña, con la orden de que las delegaciones sindicales de los hospitales no apoyaran a Xicoténcatl, sino al candidato del Rector. Obviamente, los trabajadores lo mandaron a la goma, y por consecuencia me responsabilizaron de la “indisciplina” de los sindicalistas hospitalarios.
Ante la insistencia del enviado de Villegas de que hiciera cambiar la opinión a los trabajadores, corté por lo sano, argumentando que no podía ir en contra de la razón, además le hice ver que tiempo atrás Villegas me había dicho que los trabajadores decidieran soberanamente. El resultado de la elección fue claro y contundente. Xicoténcatl ganó con el respaldo de tres grupos de trabajadores universitarios que se repartieron los cargos del Comité Ejecutivo Sindical del STUAC: el de Riojas Guajardo, el de Orlando Ren- dón que muchos sabían era gente de Ariel González Alanís; y el de los hospitales universitarios. 

Con Xicoténcatl en la dirección del STUAC, el poder de Villegas se equilibró un poco, pero al interior del sindicato Xicoténcatl y Rendón se aliaron para escamotearle juego al grupo de los hospitales, que ellos suponían que yo dirigía, pero lo único que yo hacia era apoyar sus decisiones colectivas, pues siempre he creído que de eso se trata el trabajo sindical, de hacer que los trabajadores tengan capacidad de manejar sus asuntos gremiales.
De todos modos, el STUAC, igual que la Rectoría, se convirtió en una olla de intrigas, chismes y alianzas “secretas”, para evitar el crecimiento de los que tenían ideas propias, de los que no mostraban sumisión y obediencia. Xicoténcatl y Rendón la quisieron hacer solos, pero no pudieron y tiempo después, antes de terminar su periodo sindical, Xicoténcatl fue destituido como dirigente del STUAC con la intervención directa de Óscar Villegas Rico, que ya estaba en su segundo periodo rectoral. Para taparle el ojo al macho, lo mandaron a un cargo de quinta categoría a la estructura del gobierno estatal: La Junta Especial de Conciliación y Arbitraje, y Xicoténcatl aceptó. Era el sexenio de José de las Fuentes.

Con mi “indisciplina”, el villeguismo volvió a considerarme su enemigo, y poco antes de la destitución de Xicoténcatl, un grupo de 20 “trabajadores” que habían tenido problemas con la administración de Arnoldo Villarreal por múltiples raterías e irresponsabilidades, en las que en varias ocasiones pusieron en riesgo la vida de los enfermos, levantaron firmas para exigir mi destitución, porque “los hostigaba mi presencia, ya que todo el día me la pasaba en el Hospital”.

Villegas los recibió en su despacho, porque fueron organizados por su secretario particular Juan Antonio Silva Chacón, quien no me veía bien desde un día que esperaba entrar al despacho del Rector, sobre el escritorio de Silva Chacón había un recibo por ¿300 mil pesos? que recibiría Enrique Huber Lazo, Director de Planeación y jefe y pagador de los porros laguneros. Cuando estaba leyendo el recibo, Juan Antonio se dio cuenta de su descuido y retiró de mi vista el documento. ¿Qué te parece?, me preguntó provocadoramente. Mi respuesta fue: Qué gasto tan inútil. “Dices eso porque no te los dan a ti”, me contestó. Le reviré: Si yo tuviera esa cantidad mensual para hacer política, no sólo manejaría a los porros, eso cualquiera lo hace, sino que me convertiría en Rector Vitalicio de la UAC.

Cuando Villegas recibió la comisión de “trabajadores” que iban a quejarse de mi constancia laboral, supe que mi “ciclo” en la UAC había terminado, y decidí renunciar. Le entregué mi dimisión a Arnoldo Villarreal que meses después se jubilaría, y se la llevé al Rector junto con más de 300 firmas de trabajadores que avalaban mi labor, para que constatara lo que él ya sabía.
No quise pelear, para qué. Sabía que no ganaría, Villegas tenía un férreo control sobre la política universitaria. En Torreón, ¿dónde más? Enrique Huber Lazo, su Director de Planeación, había organizado -con dinero universitario- un ejército de porros, más de mil golpeadores estaban al servicio del Rector, listos para entrar a defender al déspota de su jefe.
Villegas no aceptó mi renuncia, arguyendo que necesitaba gente como yo: trabajadora, capaz, talentosa, bla, bla, bla. Pero aceptó que dejara el hospital, y me “comisionó” -según él- para que le ayudara en otras áreas universitarias. Me dio mi primera comisión: apoyar a Enriqueta de Alba a diseñar las currículas de las materias que se impartirían en la Escuela de Administración que estaba creándose. Pero no pude entrevistar a Enriqueta, y dejé el asunto en paz.

En esa etapa del rectorado de Villegas Rico, la corrupción e inmoralidad en la UAC estaba viento en popa. Miles de porros laguneros sostenían en el poder a los directores balines de las escuelas de Torreón. Lo que no era extraño, pues la unidad Torreón de la UAC siempre ha sido cuna de porros, pero nunca se dieron tantos como en el rectorado de Villegas, mismos que heredó otro de sus iguales: Jaime Isaías Ortiz Cárdenas.

Por aquel tiempo acudía a las reuniones sabatinas -cerca de Los Lirios- en el rancho “Valle Florido” propiedad de don Federico y Arturo Berrueto. Algunos de los invitados que nunca faltaban eran: Eduardo Aguirre Perales “El Pitarreo”, Raúl Hernández Carrillo, Jesús Alfonso Arreola Pérez, Enrique Pérez “La Mazorca”, Rómulo Moreira, Luis Fernando Hernández y otros que se me pierden en la memoria. A veces asistía don Federico y otras Eliseo Mendoza, pero siempre había visitantes ocasionales.

Eran fiestas de cuates, cada quien libaba según su límite. Llenas de buen humor, recuerdos históricos y una que otra crítica a políticos, el más criticado siempre era Luis Horacio Salinas, quien nunca fue bien visto por los berruetistas. Pero el personaje principal de esas agradables reuniones era don Federico, quien desde su silla de ruedas mostraba su ingenio, sabiduría y talento.

Armando de la Peña Rodríguez realizó
un excelente papel en la UAC y en el Teatro Fernando Soler como promotor cultural. En ambas instituciones organizó eventos artísticos de primer mundo.

Hay una anécdota imborrable. En cierta ocasión, Jesús Alfonso Arreola le llevó unos discos de música popular mexicana del siglo XIX y principios del XX. Todos se fueron a jugar béisbol con el invitado principal, Eliseo Mendoza, y como yo no juego ni a la matatena, en esa ocasión me quedé acompañando a don Federico, quien con mucha atención se puso a escuchar los discos y de repente dijo en voz alta: “Esta melodía era una mentada de madre para don Porfirio”. -¿Por qué profesor?, pregunté. “No conoces este vals”, respondió. -Lo he escuchado pero no sé cómo se llama, respondí. “Se llama Club Verde, me dijo, fue el primer club antirreleccionista que se fundó en San Pedro de las Colonias”. Y por más de una hora, don Federico me dio una cátedra sobre la historia de esos clubes “que mantuvieron viva la antorcha de los ideales revolucionarios”. Federico Berrueto Ramón era un hombre de una vasta cultura e ideología jacobina. Él mismo fue ideólogo de los políticos coahuilenses por varias décadas.
Por esos meses, Armando de la Peña Rodríguez que había renunciado a Difusión Cultural de la UAC cuando su amigo Melchor de los Santos había entregado a Villegas la Rectoría, me confió que tenía un proyecto cultural para el Teatro de la Ciudad que estaba próximo a inaugurarse, y deseaba dárselo al director que nombrara el gobernador, y solicitó mi apoyo. Para ayudarle le pedí a Arnoldo Villarreal Zertuche que desayunaba seguido con Flores Tapia que invitara a Armando para que le hablara al gobernador de su programa para el teatro.

Días después los dos desayunaron con Flores Tapia, quien ya sabía lo del proyecto cultural de Armando, a quien le preguntó ¿Quieres ser el Director del Teatro? Armando respondió positiva- mente, y así fue como De la Peña Rodríguez se convirtió en el primer Director del Teatro de la Ciudad tres meses antes de inaugurarlo, en noviembre de 1978. Armando realizó un excelente papel en la UAC y en el Teatro Fernando Soler como promotor cultural. En ambas instituciones organizó eventos artísticos de primer mundo.

A pocos años de la Autonomía, en la UAC se practicaba la abyección sin miramientos ni deco- ro. Recuerdo que uno de mis compañeros de luchas estudiantiles, Francisco Alvarado, de ideología marxista pero de costumbres capitalistas, un buen día me dijo: “No seas tonto, nada te cuesta ir a los juegos deportivos que preside el Rector. Debes ir para que te vea y que se dé cuenta que tú estás de su lado. Acompáñalo y muestrale tu simpatía”. A mí nunca me gustaron las formas cortesanas, incluso fui renuente a asistir a las bacanales universitarias que se hacían en propiedades rurales, aunque asistieran hermosas mujeres.

Tiempo después, Óscar Flores Tapia renun-ciaba a la gubernatura a tres meses de terminar su periodo constitucional, en medio de “la persecución perruna” que según él le había organizado José López Portillo. En Coahuila sus verdugos, que al mismo tiempo habían sido sus beneficiarios, se unificaron en torno al periódico Vanguardia de Armando Castilla Sánchez, que OFT había ayudado a crear y a financiar su desarrollo, entre ellos: el grupo villeguista, los gutierristas, Jorge Masso, los empresarios locales dirigidos por los propietarios del GIS, los López del Bosque y otros. Todos ellos, agazapados, le rindieron pleitesía a Flores Tapia desde que llegó como candidato a gobernador, y esperaron el momento preciso para echársele encima.

Años después de su renuncia, Flores Tapia recordaba que Javier López del Bosque, el que lo había obligado a exiliarse en la ciudad de México por el atrevimiento de querer ser Alcalde de Saltillo, ponía -al inicio de su campaña gubernamental- un avión a su disposición, mostrando gran preocupa- ción por la comodidad del futuro mandatario, diciéndole: “Oscarito, el avión es para que recorras todo tu estado”. Así de convenencieros son los hombres del capital. Seis años después, “Oscarito”, era simplemente “el corrupto Flores Tapia” como lo consideraba el propietario del GIS.

Con la renuncia gubernamental, Armando Castilla Sánchez se sitúo en el pedestal del nuevo capo. Pero Flores Tapia ya había decidido quien sería su sucesor: José de las Fuentes Rodríguez “El Diablo”, y había negociado su renuncia imponiendo como gobernador interino a Francisco José Madero González, quien en sólo tres meses logró que “desaparecieran” alrededor de 500 millones de pesos, de los cuales -dicen los enterados- Madero se llevó una pequeña parte, y el resto fue a parar a los bolsillos de Armando Castilla Sánchez, el propietario de Vanguardia. 

Otra consecuencia de la renuncia de Flores Tapia, fue el ajusticiamiento de Mario Guerra Flores, Director de la Policía Judicial, quien luego de dejar la Dirección policíaca y haberse retirado del ejército, fue ajusticiado en su propia casa en la región centro-norte del estado. Mario Guerra debía muchas, y según se rumoraba estaba metido en todo tipo de negocios ilegales, y sus policías se habían convertido en el terror de la ciudadanía por abusivos, corruptos, metidos en el narcotráfico, la trata de blancas y la extorsión.

En noviembre de 1981, a tres meses de haber dejado la gubernatura Flores Tapia, renuncié al Hospital Universitario de Saltillo…

(Continuará).
Vicisitudes y estertores del florestapismo…