Casa de la cultura de Gomez Palacio (3)

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Lic. Simón Álvarez Franco.

           Como homenaje a Doña Tina Gamboa, promotora y fundadora de esta institución, que ha arraigado eficaz y profundamente en la vida cultural no sólo de esta ciudad, sino también en el ámbito regional de las comunidades que forman la comarca lagunera, trascendiendo sus logros y el futuro después de casi cincuenta años de trabajo ininterrumpido, me es muy grato demostrar que se sigue trabajando y desarrollando la cultura buscada entre los alumnos de esta comarca, presentando a nuestros lectores dos trabajos recientes que provienen de participantes en el llamado “Círculo Literario Té de Letras”, al cual he sido he sido invitado a participar los lunes de cada semana y en el que se pide y se respeta la opinión de cada uno de sus participantes. Encabezado por Mónica Fonseca, incansable bibliotecaria de esta Casa quien con agrado recibe a todos los que quieren gozar de esta experiencia cultural.

María Luisa Zúñiga a quien nos hemos referido en artículos anteriores, ahora nos regala un poema que recibió Mención Honorífica en el Concurso de Poesía El Niño y el Mar, convocado por la Secretaría de Marina en el estado de Tamaulipas.

                        Inmenso mar

            ¿Qué guardas en tus inmensas entrañas?
            Oculto a mi mirada y mis sentidos,
            celoso escondes esas cosas raras,
            que muy pocos mortales han sabido.

A veces te contemplo en plena calma,
            y embelesada admiro tu belleza,
            y en esa inmensidad se pierde mi alma,
            cuando tus olas meces con pereza.

Me subyugan tus mundos interiores,
            Tus ballenas y normes tiburones,
            tus caracolas, estrellas y corales,
            y acrobacias de focas y delfines.

Y me sorprende, cómo en un momento,
            sin mucho esfuerzo y sólo porque puedes,
            naves enormes caen en lo profundo
            de tus potentes e invencibles redes.

Pero pensando en esa tu nobleza,
            y como me lo han dicho y he admirado,
            devolverás al mundo con presteza
            lo que no es tuyo y lo tenías guardado.

Elena Palacios Hernández, lagunera joven, muy joven, nos da un anticipo de su libro de relatos que ya está en la imprenta y al que le auguramos éxito, he aquí un ejemplo.

                                               Casa en venta

            La casa le quedaba de camino hacia el taller de corte al que iba dos veces por semana, pero, nada en su arquitectura era digno de especial interés, fueron otros detalles, el cepo que atrapó la curiosidad de Arcelia: tras el barandal negro, infinidad de macetas, al fondo, una orgullosa jacaranda, pródiga de sombra y bajo ella, una anciana sentada en una silla de forja. La distancia y, sobre todo la prisa, no me permitían distinguir los rasgos del rostro, pero sí, la piel pálida, el cabello blanco, la bata de casa, los pies desnudos, e inconfundible, la fronda de un helecho al pie del árbol, sus ramas, a izquierda y derecha de la anciana, semejaban las alas verdes de un ángel.

            Arcelia jamás sucumbió al deseo de acercarse a saludarla, quizá la solitaria mujer, la hubiera invitado a conversar. Tal vez hubiera sido el comienzo de una relación cordial, sabría de sus años idos, seguramente le contaría de su soledad. Pero al no atreverse, se contentó con verla de pasada, imaginar los porqués de su silencio y de su abandono, si era voluntad suya hacer las tardes así, languideciendo, o si alguien, algún pariente o un criado, la ponía ahí, a secarse al sol vespertino, a dejarla morir igual que mueren las horas cuando no hay algo que las ocupe.

El invierno soplaba sobre las hojas del calendario, su aliento era más cruel en el jardín de la vieja. Cada vez, Arcelia veía más secas las plantas y, es posible que se tratara de su imaginación, con toda seguridad era su imaginación: la anciana parecía más pequeña, como si hubiera encogido. Una tarde la silla quedó sola. No supo más de la mujer. La muerte, dedujo Arcelia con tristeza.

            En diciembre su taller concluyó. La última tarde la sorprendieron las novedades: los huecos del barandal, cubiertos con una placa de acrílico negro, quizá excentricidad, quizá fue el único material a la mano, y un anuncio de lámina colgado en el dintel: casa en venta. Arcelia puso el número telefónico en su libreta y se fue. Apretó el paso sobre la crocante hojarasca mientras sus mejillas ardían besadas por la helada oscuridad.

Acaso ella, viuda, sin hijos, con apenas un par de amigas no tan frecuentes, ¿estaría destinada a sucumbir como la anciana? mansa y resignada, dejando secar su vida a ritmo lento y en silencio, ofrendando su historia al atardecer bañado por la luz del sol poniente.

Una obsesión enraizó en su pensamiento los primeros meses del año. A mitad de marzo logró la venta de su casa y el traspaso del negocio. Fue a la casa abandonada para encontrar rota la placa de acrílico. Resuelta, pudo asomarse a su interior. Le dolió el tapete de polvo sobre el piso del porche, le dolieron las macetas rotas y, sobre todo, dolía la silla patas arriba y la jacaranda marchita. Se hizo de la casa, porque debía hacerlo, un afán ilógico, germinado en su mente, la convencía de que era necesario, vital, que la casa, la silla de jardín y su árbol añoso le pertenecieran, o de que ella, Arcelia, perteneciera a ellos.

Para la compra venta acudió a la notaría, en la que el apoderado legal de la anciana, un hombre sin edad, flaco y de huraños ojos verdes, evadió satisfacer la curiosidad de Arcelia respecto a la antigua propietaria. Hizo la mudanza con sólo lo indispensable.

Durante varios días se dedicó a limpiar por dentro, con buen ánimo y sin prisa. En la pieza que seguramente habitó la dueña, aguardaba un baúl viejo. Dentro algunas fotos, algunos libros de cocina, uno de jardinería, cosas sin valor, pero atrajo su curiosidad un pequeño frasco lleno de una sustancia molida; no lo abrió de inmediato por miedo a que tuviera mal olor o fuera veneno.

Cuando el interior estuvo habitable, Arcelia se fue al jardín. Retiró el acrílico negro para que la luz de la calle pudiera entrar. Lavó la silla con el chorro de la manguera. Trajo macetas nuevas en sustitución de las rotas, tierra, herramientas de jardín, plantas. Eran finales de marzo, y a pesar del descuido el corazón de la jacaranda latía. Sus botes; tierna esmeralda eran tímidos gritos de vida. Empezó a barrer las hojas secas y la basura que los meses de abandono acumularon alrededor. Tras el tronco encontró un promontorio de ramas que a pesar del tiempo se distinguían: eran las ramas arrancadas de cuajo y apiladas, posiblemente con la intención de quemarlas. Poco a poco, con el riego diario el suelo recobró vitalidad, y sus grietas se cerraron.

La primera tarde de mayo, sentada para disfrutar del cielo y de la música que los gorriones ponían en él, pensó en traer un helecho nuevo y plantarlo donde mismo que el anterior. Nunca había cultivado uno, pues siempre le atrajeron más las plantas con flores. Se puso leer el libro de jardinería guardado en el baúl de la anciana: los helechos datan de hace trescientos treinta y cinco millones de año, viven en climas cálidos y húmedos. Unos crecen en troncos y ramas de árboles, otros, en ciénegas y pantanos, o flotan en los estanques. Necesitan sol, pero no demasiado, buena luz y aire, mucha humedad en sus ramas, pero no tanta en las raíces. Sorprendida, Arcelia sonreía al enterarse de lo demandante que resulta este ser. Habló con él mientras lo trasplantaba. Las plantas están vivas, y uno debe hablarles; nunca puso interés en esas creencias, pero ahora era distinto: sentía que el helecho la escuchaba y ella le decía palabras cariñosas. Voy a ponerte aquí, dijo al tomarlo entre sus manos como si fuera un recién nacido. Crecerás a la sombra de la jacaranda, será como tu madre y yo también.

Dedicó las horas del amanecer a cuidarlo mientras su mente evocaba imágenesde millones de años atrás, un mundo distinto, un mundo que había visto pasar la vida, testigo de la extinción de muchas especies, y en el que, sin embargo, el helecho era sobreviviente. Le gustaba pensarlo como un fósil vivo, un viajero del tiempo. Acariciaba las hojas, metía las manos entre sus ramas para solazarse con la humedad, rozaba las puntas con los dedos, ansiaba que la planta supiera cuán importante era para ella, transmitirle la fascinación que sentía, aunque ella misma no entendiera el por qué, lo importante no es entender sino sentir. decía. Leyendo el libro comprendió que lo que el frasco contenía eran esporas, medio por el cual se reproducen los helechos. Quitó la tapa y sumergió dos dedos en el fino polvo, sus yemas se pintaron con tonalidades del amarillo al marrón, regresó al helecho para esparcir el polvillo encima y entre las ramas. Era una tontería, las esporas, si acaso lo lograban, tardarían demasiado en germinar. De todas formas, las dejó caer todas como si fueran bendiciones sobre las plantas.

Su reciente rutina de levantarse y desayunar, vestirse para hacer de jardinera, atender cada maceta y elogiar sus flores, duró poco. Del helecho emanaba una extraña atracción, una fuerza subyugante, que la obligaba a entregarle su tiempo, sentada en el suelo, junto a él, y hablarle, contarle su vida entera: la infancia, la juventud, cada episodio para ella valioso, le decía de los hijos que no tuvo y de los amores perdidos. El helecho entendía, o así quiso creerlo. Sin humedad los helechos mueren, aquí era un clima seco, por tanto, el objetivo era preservar la humedad a cualquier costo. Amonestaba a la jacaranda: deberías bajar tus ramas, cobijar mejor a tu hijo.

Poco a poco fue olvidando a sus otras plantas que, sin agua ni defensa, sucumbieron, pero no era importante, el helecho era cada vez más grande y sano. A mitad del verano comenzaron los problemas con la cisterna:  Nunca se llena, dijo al fontanero. No es problema de la bomba ni de la presión, explicó el hombre, hay algo que se traga toda el agua. Ante la incredulidad femenina admitió: la verdad, no sé de qué se trata, señora.

Qué impotencia: no era admisible que su helecho quedara sin agua, pero no parecía ser así, la planta continuaba creciendo. En la cocina y en el baño el líquido era escaso, así que Arcelia se propuso ahorrar todo lo posible en el agua: ¿qué eso no era parte de los pequeños sacrificios que una madre hace por sus hijos?, aunque sus otras partes murieran. Al principio no hubo problema con la jacaranda pues al tener el helecho a sus pies, aprovechaba su humedad. Sin embargo, a finales de septiembre la tierra alrededor del árbol y el suelo de toda esa parte comenzó a agrietarse.

Una mañana, Arcelia echó de menos los besos lila de la jacaranda, alzando la cara hacia sus ramas las descubrió desnudas y leñosas. Todas mis plantas me abandonan, sólo tú sigues conmigo, dijo al helecho. Arcelia también sufría sed, una sed extraña que se aminoraba al andar descalza. Una tarde de otoño, frente al espejo, su cara se contrajo en muecas de asombro; su cabello emblanquecido, su piel de palidez enfermiza, y sus mejillas, agrietadas como suelo en sequía, los ojos, opacos y la lengua árida. Toda Arcelia languidecía.

            Entendió que sólo restaba sentarse a la extinta sombra de la jacaranda, junto al helecho que con codicia voraz acaparaba cuanta gota de agua tenía cerca. Allí instaló su silencio, en la silla de jardín, sus horas como oblación al agónico brillo del sol de invierno.

            El último ocaso pudo ver a una joven asomada por el barandal. Arcelia quiso hablarle, pedirle que se acercara, pero no tuvo valor. En adelante, nadie la vio más, sólo a la casa clausurada de nuevo y al letrero sobre relieve en lámina oxidada: casa en venta.